Desde hace años se agolpan en las estanterías de los libreros novelas sobre muchachas reprimidas en su juventud por una familia tradicionalista que las educó en el aseo matutino diario "que es también una forma de violencia de la que no se suele hablar", para luego liberarse tras entrar en la universidad o a vivir en otro lugar, por convertirse a la religión verdadera; algo que también podría retrasarse hasta recibir el sacramento del divorcio. En cualquier caso, todo deslizado para presumirse más o menos autohagiográfico. Las escriben mujeres bien adultas que cuentan sus canas y rezan tres avemarías cada noche para tener más, que les vengan las nieves del tiempo de golpe como a Jean Valjean; y así resultar más creíbles en su personaje, en la foto de la solapa. También filosofan y predican sobre el cuerpo y la maternidad (ajena), la culpa y la liturgia de la terapia seguidista, la menarquia y usar copas menstruales para tomar el chupito... Les gustaría ser incómodas como Cristina Morales o Sara Mesa, pero luego no se atreven a tanto y tienen poco que decir; aun así se enfadan mucho cuando homologan sus obras dentro de un género, por converger en lugares comunes. No nos enrocaremos más en esto, pues de siempre ha habido autores que van al descorche: el negocio editorial los necesita.
En manos de una pluma o unos editores inadecuados, la tentación de asimilar la historia que nos atañe en una de las descritas más arriba sería inmensa, un ejercicio sencillo. De hecho, me he divertido muchísimo leyendo los circunloquios de los que esperaban esto mismo con el argumentario preparado y se han encontrado algo mucho más indigesto y contradiscurso, tanto que la hubieran "excluido del debate público" si para colmo fuese escrita por un hombre. La autora no viene a hacer amigos, ya lo había dejado bien claro en Trilogía de la pasión y Degenerado, no sé por qué algunos se siguen sorprendiendo.
Perder el juicio es una obra canónica de Ariana Harwicz, donde desarrolla de manera más ambiciosa y completa las dimensiones de su imaginario hasta la fecha. Mantiene la voz faulkneriana, pues la subjetividad extrema es la única vía honesta de narrar el alma en corriente alterna; el mismo pionero legó lo mejor de su obra haciendo hablar a perturbados, Benjis y Vardamanes, no resultaba tan interesante para personajes corrientes. Ya existía un Yoknapatawpha, que se corresponde con algún rincón semirrural francés indefinido, tan indolente e impune como el tal condado de Misuri, y la influencia de la cosmogonía fronteriza del oeste americano se prolonga aquí contando la historia en formato que en cine se llamaría road movie, preñada de huidas y contingencia. La protagonista, Lisa, tal vez esté también pirada, pero en locura de gestación intestina y natural, sin ápice de causalidad bovarística que la pretenda victimizar ni cabos sueltos para que su causa pueda ser secuestrada a corto plazo (el tiempo todo lo hace posible) por oportunistas, al menos sin necesidad de aparatosos escorzos. Antes bien, la obra está repleta de visceralidad sin dramas ni victimismos; la vida desde el ruedo, detrás de la barrera no se puede escribir con dignidad.
Cada obra de Harwicz es un incendio prendido con la fricción pasional de esas lascas que son las relaciones familiares evolutivas descritas por Freud, lascas a veces odiosas y destructivas, como la propia naturaleza, tal vez la sinapsis genética que nos conecta con ella... El granito no es manufactura ni se puede refundir convirtiéndolo en basalto por dejarse fermentar a diferentes profundidades. Aquí predomina la relación materna con los hijos varones, la narradora lo mastica como algo que abomina; pero ejerce el papel desde el centro de sus vísceras, como una vocación providencial, aun reconociéndolo el centro de sus problemas, e ilustrando que ni ella ni su ex pareja tienen afecto consciente hacia los mellizos a lo largo de las convoluciones presentes y pasadas de su vida en común. Pero el bosón de Higgs que permite estos polígonos relacionales es el más humano de los sentimientos y, al mismo tiempo, el más salvaje: el amor. La autora lo explicita revisitando constantemente el tema a lo largo de la obra de una manera tan incómoda como apropiada: si es real duele, incomoda, estorba... Y sin embargo es la única deriva que da sentido a todo, el necesario compromiso extremo, en una dimensión irracional. Esto aclara en perspectiva también la ascendencia quijotesca de la Harwicz, pues todas sus defenestradas heroínas parecieran taradas solo por usar como brújula las cláusulas contractuales del amor familiar legítimo, hasta las últimas consecuencias, en lugar de dejarse llenar el templo del alma con mercaderes de la miserable edad adulta. Lo deja bien claro en una de las muchas sentencias antológicas esparcidas por la obra: hoy día, cualquier buena persona debería estar en la cárcel.
La autora aporta, además, un delicioso sentido del humor que perfunde hasta los pasajes más escabrosos, al punto de pasar desapercibido para quien no sepa manejar estas antífonas. Me atrevería a decir que, en la forma, Perder el juicio es una gran sátira, llena de dardos envenenados hacia la ética sin masa del posmodernismo que nos hemos regalado para regir Occidente. Y abriendo plano, un puntapié en las gónadas de esas jurisprudencias disolutas que han hecho perder derechos civiles a la mitad de la población en la Unión Europea con la introducción de las leyes de autor, esas en las que se invierte la carga de la prueba y el acusado es culpable hasta que demuestre lo contrario; una involución judicial que ríete de las invasiones bárbaras. Bajo esta hipótesis, el argumento de la novela cobra de pronto sentido del modo más simple: piensen en algún lugar de Europa occidental donde sean capaces de retirar por completo la custodia de los hijos a una madre en favor del padre, partiendo de una igualdad de condiciones entre los cónyuges; donde un juez se atreviese a hacerlo condenando a la madre por violencia doméstica... Y para colmo, donde la mujer quede despojada del hogar familiar y sus hijos, condenada a la precariedad. No había forma de contar esta historia sino travistiendo al protagonista.
Ariana Harwicz es una pieza estrañísima, por la personalidad de su pluma, por la potencia de su cosmogonía a contrapelo. Es mi deber y salvación recomendarla.