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Nuevo artículo en la revista Frontera D: "La inteligencia artificial y el futuro de la literatura"

Cuando empecé a frecuentar el espectro literario de las redes sociales, hace ya unos cuantos años, me sorprendió bastante el entusiasmo que levantaba la autopublicación. Cierto que la tecnología empezaba a permitir la ignota posibilidad de hacerlo gratis, pues podían imprimirse ejemplares al detalle y bajo demanda en lugar de la necesaria apuesta de hacerlo por lotes esperando un comprador, pero la situación en el mercado del autoeditado seguía siendo la misma de siempre: la crítica y las librerías seguían recelando de ellos, de modo que no les aprovechaba estar en las tiendas virtuales más conocidas; nadie mata el tiempo explorando catálogos interminables de categoría literaria, como poco, aleatoria, buscando algo de su interés sin más referencia que las etiquetas de género con que sus autores han tenido a bien clasificarlas. Una década después, todavía hay miles de creyentes en la superstición de que las redes sociales sirven para vender libros, pues lo dice un esperto en márquetin onlain  que no consigue vender libros en Amazon, pero te enseña a ti a hacerlo; todo a pesar de que no acumulen más ventas que las de conocidos, otros autores con los que se rasca la espalda a turnos y lo que pueda caer de alguna descarga montonera en KDP. Tachan de endogámico el ecosistema literario tradicional, y en lugar de trabajar por ganarse la credibilidad del público, se montan entre ellos un tocomocho peor a base de críticas, reseñas y comentarios amañados donde no se tolera una mala valoración; un comistrajo sin valor para el lector con el que creen que van a engañar a alguien, vamos. Esto está emparentado con otra superstición, afirmando que ningún libro (de los suyos) es malo, en cualquier caso una mera cuestión de gustos; y si el autor lo llegara a pensar durante una corrección, en vez de reescribir o seguir aprendiendo, se tome una pastilla para que se le pase el "síndrome del impostor" y publique lo que tenga como lo tenga, así sea un folletín miserable.
Luego están los cursos de escritura creativa, los talleres, lugar común de casi todos los independientes... Siempre he pensado que se trata más bien de puntos de encuentro, grupos de apoyo mutuo para aliviar la soledad o las inseguridades y evitar el aborto de la obra gestante, pues hasta que no nace el primer libro parece que uno no está haciendo más que perder el tiempo. Digo así porque para escribir no es necesario aprendizaje magistral más allá del recibido en la escuela dentro de las asignaturas de lengua y literatura; a partir de ahí es simple cuestión de leer y practicar. Al parecer trabajan técnicas de estilo y estructura más bien orientados a las obras de género, lo que termina de perfilar y confirma lo que uno se encuentra en RRSS: la inmensa mayoría quiere ser escritor comercial, y tiene como mayor sueño el ver su obra adaptada en el cine o en una serie; por eso ambienta sus novelas en los Everglades en lugar de su pueblo en la provincia de Palencia, para ser más internacional. La literatura en sí pasa a un segundo o tercer plano, de modo que tal vez la formación esté más bien orientada a la pose del escritor en lugar de a cómo escribir, y por eso cuelgan en su perfil la foto de cuando firmaron con semblante grave un ejemplar para su prima en la presentación de la novela, en el centro cívico de su barrio. De hecho aseguran que en estos talleres muchos alumnos reconocen no tocar un libro ni con un palo, pero la literatura da un toque intelectual y posmoderno que no resulta tan creíble en otras artes. Algo de eso debe haber, porque las carencias en sintaxis, vocabulario y puntuación en muchas contraportadas de esta gente son incompatibles siquiera con leer el periódico a diario. En las clases, pues, no fantasean con sus historias ni con la creación, sino en paridas como acudir a la presentación en un ataúd para dar la nota, como Anne Rice; o hacerlo vestido con sudadera de capucha y gafas de sol, para hacer contraste con la elegancia de presentadores o periodistas, y responder a las preguntas con displicencia, de brazos cruzados y empotrado contra el respaldo de la silla.
La autoedición, en cualquier caso, es una religión que se practica mucho con los labios pero poco con el corazón. Muchos se lamentan en horas bajas de no poder presentar ya su obra a concursos, que la mayoría de libreros no la admitan en sus estanterías o la dificultad de participar en una feria del libro; unas veces por desconocimiento, otras por precipitación y las más por arrepentimiento discontinuo. Normalmente el camino, aunque de manera inconfesa, es el inverso y antes de subir la obra a las plataformas electrónicas, han ido cerrando por saturación las ventanillas de admisión de manuscritos en todas las editoriales del país, y así andamos como andamos.
Todo lo anterior me hace pensar que muchos de los creadores que hemos descrito se refugian en la escritura sin ganas y por necesidad, al ser la única vía gratuita a su alcance para contar una historia... Sus referencias e inspiraciones llegan más bien de alguna serie de televisión (y eso se nota en lo visual de su narrativa), pero no tienen modo de pegar un salto directo a ese mundillo. Ahí entra en juego la inteligencia artificial: bastará con que algún listillo suba a YouTube una guía en la que se describa de manera sencilla cómo utilizar una IA generativa de vídeo para producir escenas bajo demanda de acuerdo a un guion, y luego montarlo todo para sintetizar un largometraje. Cuando esto ocurra, la inmensa mayoría de las falsas vocaciones desertarán: se habrán saltado varios aburridos pasos para llegar a lo que realmente anhelaban, y dejarán de alunizar en los buzones de las editoriales para ronear más bien con las productoras, intentando colar sus creaciones en alguna plataforma popular de pago... Y aunque no lo lograsen, lo cierto es que un formato audiovisual es mucho más asequible de promocionar y destacar frente al resto a través de redes sociales que la literatura, por su cómoda cata a través de una selección de escenas y una inversión de tiempo para el consumo del producto final sensiblemente menor; no es descartable que muchos audiovisuales independientes terminasen teniendo éxito aun sin el apoyo de la industria convencional. ¿Quién iba a querer, en esas condiciones, perder meses en escribir una novela que apenas tendrá difusión o reconocimiento, estos que ya saben lo que es? Incluso el melindroso hacia un resultado (a corto plazo) acartonado en la generación de vídeo con personajes reales, siempre puede pedirle al oráculo escenas de animación, que pueden resultar incluso más pintonas en géneros juveniles, fantásticos, especulativos... Muchos de estos creadores tienen su inspiración precisamente ahí, sobre todo en la animación japonesa. Por sus portadas los reconoceréis.
También abunda quien, en realidad, le gustaría plasmar su historia en forma de cómic, algo que se nota en el diseño y la temática de estos libros independientes. Pensando en ellos, y cualquier otro para el que ensamblar una película por escenas se le haga farragoso, el uso de la IA sería incluso más sencillo, pues basta con producir las viñetas de manera individual (o incluso en lote, en pasajes corrientes) y cortapegarlas a gusto en un documento. No tendrán, tal vez, demasiada personalidad o valor plástico las ilustraciones que acomodan los rótulos o bocadillos de diálogo, pero resultaría suficiente en proyectos centrados en el guion o mismo en géneros infantiles o de humor, donde desde siempre se han prodigado autores sin verdadero talento para dibujar. Resulta, además, ideal para tantos que escriben solo para divulgar propaganda, pues es formato sencillo y accesible para un público más amplio. No me equivocaré mucho si digo que el noveno arte será el más revolucionado por las generativas, ya que hay muchos proyectos que nunca se han realizado por temas logísticos y colaborativos.
Queda descartado, por tanto, una vez vencido el corto régimen transitorio de la moda, el uso masivo de IA para la redacción de novelas. Esto aplica tanto a sus usuarios potenciales más obvios (los independientes) como al propio sector profesionalizado: dado que la mayor parte del consumo corresponde a la literatura de género, en un mundo que cada vez lee menos, resulta más práctico y ágil para los industriales del entretenimiento producir audiovisuales a partir de un guion que seguir cebando la inflación literaria; al cabo, el público objetivo es el mismo y desaparecen casi todos los problemas presupuestarios que impidiesen un desarrollo detallado de la historia o una producción adecuada. Las generativas, de usarse, serán operadas más bien por los subalternos al servicio del autor, para ahorrarse la redacción de pasajes de descripción, costumbrismos y, en general, todos aquellos que requiriesen un cierto trabajo de documentación.
El ecosistema literario del futuro, por tanto, será muy diferente... tal vez similar al que había hasta hace pocas décadas. Más reducido y centrado en la narrativa literaria y lectores exigentes que demanden obras no trasladables con integridad a las pantallas. Este refinamiento deja fuera de juego a las inteligencias mecanógrafas para todo lo que no sea experimentación, pues en este espectro solo serán capaces de parir textos bolañescos: pastiches de estilo en los que se refunden hechos reales y esquemas de clásicos canónicos. De la revolución tecnológica emergente no solo se salva la literatura autoral, sino que se refunda, suelta lastre y recupera su dignidad volviendo a la esencia.