Hace pocos días, Sara Mesa comentaba en la presentación de su novela Cara de pan que la historia nace en parte por una experiencia extraña vivida por un amigo suyo, al que se le acercaron dos policías por el hecho casual de que había niños jugando en la zona del parque en la que estaba tranquilamente sentado. Al leerlo, me vino a la cabeza la anécdota de un amigo suizo: Me contaba que en su país los profesores de gimnasia habían optado por dejar irse al suelo a las alumnas que se caían de una espaldera o trepando la cuerda en lugar de recogerlas o intentar sostenerlas, temerosos de que fácilmente pudiesen ser acusados de agresión sexual por hacerlo
En realidad, El Menstruador trata de esto mismo: un tipo de sexismo que nunca se saca a debate ni tiene grupos de influencia o propuestas políticas que traten de combatirlo, una criminalización preventiva del varón en según qué circunstancias de la que ya no se libran ni los niños. Más concretamente, se centra en la indefensión ante la justicia y la sociedad en la que se encuentra un hombre deunciado injustamente por violencia doméstica. De hecho, tuve conocimiento de la obra por canales literarios muy minoritarios, alejados de las redes sociales (a pesar de que se vende en algunas librerías físicas) y cuando lo iba leyendo en el metro, siempre tenía la sensación de llevar en las manos un objeto clandestino, no solo por las miradas que atraía la provocadora portada.
Se trata de una novela en forma de crónica. Un proyecto arriesgado, con pretensiones divulgativas e incluso enciclopédicas sobre el tema en cuestión, por lo que quizás lo más acertado sería definirla como una especie de Moby Dick, donde Ismael lo cuenta todo como presa en lugar de cazador... Pero en un estilo crudo e incómodo, de realismo tan profundo y preciso que hace cuestionarse constantemente al lector cuáles son las dosis de ficción que se han empleado en cada pasaje, utilizando una prosa bien destilada en una historia demasiado causal, redondeada, conclusiva y patológica en su evolución como para reflejar hechos biográficos, amén de unos personajes más peculiares y bizarros de lo que abunda en la calle; pero que al mismo tiempo contiene digresiones tan torrenciales y desgarradoras que resulta complicado en un análisis desvincular completamente de una motivación real la creación de la obra. El texto es, de hecho, un aguijoneo constante desde escenario, incluso en los fragmentos de narrativa pura, para intentar evitar que la lectura sea pasiva o lúdica. Todo esto resulta en un ejercicio literario brillante, rara avis del panorama de la autopublicación, no apto para todos los públicos, dado que cada vez escasean más los lectores, incluso con buen diente, capaces de asomarse a una obra que no comulgue en gran medida con su catecismo o se vean espantados por discursos que puedan salirse ligeramente del renglón de las corrientes ideológicas mayoritarias.
Por último, y dado que no existe mucha trazabilidad sobre el currículum literario de Lázara Blázquez Noeno, tenemos que hablar de sus influencias, al menos en esta obra. Yo siento la misantropía intelectualista de Houellebecq y, sobre todo, a Kafka: el hombre solo ante el sistema contra el que no es capaz de enfrentarse, rodeado de situaciones familiarmente absurdas y personajes siniestros con los que debe empatizar, como un Samsa ya metamorfoseado implicado en el proceso que se niega a sí mismo la viabilidad de llegar al castillo.
Teniendo en cuenta todas las decepciones que me he llevado leyendo libros autopublicados o independientes, creo justo destacar obras como esta, que tiene nivel y pretensión literarios, para que no se hundan en el pozo de la promoción limitada.