Con Matate, Amor, que pronto veremos adaptada al cine por orden de Martin Scorsesse, Ariana Harwicz experimentaba por primera vez su arquetipo de madre esencial y exógena perdida en el rural francés, logrando su especimen más salvaje y particular, una especie de bestia enjaulada lejos de su hábitat. Con el tiempo, y gracias a la generosidad de la autora al divulgarlo, hemos descubierto que la obra también tiene innumerables interpretaciones teatrales en varios países con forma de monólogo, tal es el desparpajo de la narradora y lo estanco de su cosmogonía.
    La primera vez que leí Matate, Amor (sin tilde, pues es fundamental el contraste de lo porteño con lo continental supramediterráneo), no entendí bien eso de la Trilogía de la Pasión para titular el tomo con el que Anagrama editó la obra en España junto con La débil mental y Precoz. En perspectiva con el resto de la obra, tal vez fuese la pieza que me faltaba: sigo sosteniendo que el eje de la Harwicz son las relaciones freudianas, las enchuflas sentimentales y evolutivas que, según dicen, marcan la afectividad del individuo a través de un itinerario de eventos traumáticos y recurrentes... aquí hipertrofiadas y cimarronas para ser inteligibles. Hablamos de nuevo de un triángulo hijo - madre - padre con vértices discontínuos y diferente color... cojeando de pasión, ¿pero qué es la pasión?... Seguir leyendo