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Nuevo artículo en la revista Dosis Kafkiana: "Las secuelas de la literatura juvenil"


Hubo un tiempo no tan lejano en el que los concursos literarios comerciales, esos que necesitan vender decenas o cientos de miles de ejemplares para que la editorial amortice el adelanto de regalías en que consiste la dotación económica del premio, se concedían a novelas con pretensiones culturales. Los galardonados no eran presentadores ni telebasureros, sino las mejores plumas de la hispanosfera; esta narrativa resultaba muy rentable, y nuestra lengua, nuestro país, jugaban en la liga de campeones de la literatura, con candidatos al Nobel que se postulaban sin necesidad de fantasía, chovinismo ni cubatas encima de la mesa. El declive lector de la narrativa cultural patria es un hecho, merecería al menos un análisis, y teniendo en cuenta que el perfil del comprador tipo está entre los treinta y los cincuenta años, resulta evidente dónde tenemos que empezar a tirar del hilo: ¿qué ha ocurrido para que las preferencias sean tan diferentes en solo veinte años, con una tendencia secular previa muy diferente? Estando en medio del pelotón, toca remangarme en busca de culpables, ya que nadie más parece dispuesto a hacerlo.
Corría el año 1995 en la lluviosa esquina norte de la península, habiendo tenido la fortuna de criarme en una familia lectora que me había introducido en el asunto con el mismo tipo de novelas con las que se venía haciendo en los ámbitos alfabetizados desde que existe la imprenta. Por aquel entonces no se hablaba tanto de géneros, ese complejo que tienen tantos escritores comerciales de etiquetarlo todo para dignificar su creación y homologarla con obras clásicas; y el criterio consistía en escoger lecturas de autores respetables asequibles a la edad sin descuidar el nivel literario, en preferencia aventuras o ambientes reconocibles; por eso la panza de nuestra desastrosa pirámide poblacional leyó sin falta El Camino de Delibes en el colegio y devoró por piezas a Doyle, Christie, Salgari, Verne, Poe o Kipling. Pero algo estaba cambiando: tomaban impulso las primeras colecciones y editoriales especializadas en esa peste que se ha dado en llamar "literatura juvenil" (no confundir con la infantil, que sí necesita de una narrativa adaptada) al abrigo de un puñado de charlatanes con cierta influencia pregonando que las obras que se habían prescrito para los púberes desde siempre eran aburridas y culpables de que luego perdiesen el interés por la lectura, luego deberían ofrecérsele obras "más atrayentes"... Venían a  enmendar una época, no lo olvidemos, en la que el libro favorito en las encuestas para escolares de diez años era El Señor de los Anillos, algo inimaginable hoy en día. El caso es que los seminarios de Lengua y Literatura de mi instituto, medrosos de ser tachados como carcamales, nos obligaron a leer reverendas bazofias simplonas, descafeinadas y poco originales en gallego y castellano, muy inferiores a lo que consumía por mi cuenta y la propia capacidad que teníamos ya con catorce o quince años. Algo de cazo también había, porque luego alguno de esos inefables autores visitaba el centro a gastos pagos de no se sabe quién para firmarnos los ejemplares; y ciertos grupos editoriales se infestaban de listillos mercadotécnicos queriendo importar el modelo americano, eso de segmentarlo todo por público objetivo y arrinconar el arte en favor de productos sintéticos controlados de digestión rápida, cambiar la dieta mediterránea por comida basura.