Cuando Mircea Cărtărescu mostró en Instagram que había terminado su última novela, me invadió una sensación extraña. No concebía qué podría venir tras ese reloj automático del tamaño de Bucarest que nos dejó en Solenoide, que ya fue toda una machada después de perpetrar la salvaje y rapsódica Cegador: cualquier pluma en el almirantazgo hubiera terminado exhausta y desconcertada, como después de un acoplamiento atlético, como después de vaciarse de su simiente; una obra muy difícil de superar. Hay que gobernar el talento con responsabilidad.
Comprobamos al fin que el autor conseguía innovar volviendo a sus orígenes: El Levante es tal vez su obra menos conocida en España, pero con aquella pequeña delicia debutó en la narrativa, ensayando ya recursos que desplegaría en sus grandes obras, y también fue geogonía para el universo en que navega Theodoros. Lo leímos como prosa por las estrecheces de la traducción, pero es en realidad un poema épico tributo explícito a la Hélade, fundadora de nuestra civilización y faro subversivo en tiempos del dominio otomano sobre el conglomerado suroriental europeo. Al cabo, Tudor/Theodoros/Tewodros es por encima de todo un palicari, icono rebelde que interseca soldado, aventurero y pirata.
Empezaremos diciendo que Theodoros rompe con la novela que escribía Cărtărescu hasta hoy; por primera vez decide desarrollar una (larga) historia, sirviéndose de narrativa convencional y asequible... por tanto, legible, al contrario de lo que acostumbraba suponer para sus obras anteriores. Renuncia, pues, a la potencia lírica que lo hacía único, por más que los envidiosos le afeasen influencias claras de Kafka, Borges o Pynchon; también a su prosa torrencial y errante salida de las entrañas, en favor de un relato edificado con cuidada documentación y estructura, cuyos eventos medulares se pueden trazar en la historiografía con facilidad. He dicho que renuncia a la potencia, al músculo... con honestidad diremos que no a la poesía, regalándonos esta vez un relato muy visual y estético, trocando la lírica sugestiva por otra simbólica e iconólatra. Nadie se asuste: el autor no se deja el estilo por el camino y recupera una de las joyas de Cegador: una expresión todavía más desabrochada, más desacomplejada y lejos de acobardarse a narrar en una perspectiva incómoda... la propia de la época, sin enjuagues; haciéndonos comprender al protagonista dentro de su contexto con genial honestidad, renunciando a dramas, enmiendas, disculpas, relativismos ni trampantojos posmodernos.
Ambientada hace dos siglos, en plena fiebre por terminar de cartografiar y explorar el planeta, narra la aventura de un hombre humilde hacia su promesa de prosperidad, desde un mundo asentado y agotado hacia otro libre y salvaje, pendiente todavía de corromper. Solo que este viaje no navega hacia el Nuevo Mundo, como todos hacían por entonces, sino que queda reducido a lo que hasta hace dos mil años considerábamos el eje geográfico de lo conocido. El autor concibe el Mediterráneo como "el ojo azul del planeta Tierra", y es el charco que recorre Theodoros en busca de un destino difuso, lo que homologa a esta obra también como homenaje anacrónico y explícito al Mundo Clásico. La antigua Valaquia es la natura con la que jamás se ha identificado y de la que tiene que huir; Grecia representa su herencia cultural materna, pero allí solo encuentra ruinas en un enorme puzle con las piezas flotando en el mar. Etiopía es el inesperado destino final, un mundo nuevo que en realidad origen, al cabo, la región con los restos homínidos más antiguos que se conocen. Además, presume custodiar el Arca de la Alianza; sería el lugar donde esta decidió, diremos, regresar.
Reconoceremos también que es una historia de dualidades y desdoblamientos mucho más allá de las mudanzas de nombre y piel del propio protagonista: guardias ejerciendo de bandidos distinguidos para poder perseguirse a sí mismos en condiciones dignas, el Theodoros literario epistolar que solo miente a su madre en la naturaleza de los negocios a los que se dedica, la ciudadanía que juega a creerse que tiene a un pobre diablo como emperador autoproclamado, el intercambio de identidades, la recursividad como recurso estilístico constante, el bandido que recubre un corazón romántico herido, pistolas gemelas de duelo que sirven para el suicidio a falta de peores rivales que uno mismo, enterradores guerreando contra muertos, asesinos poseídos por piedad religiosa los fines de semana... Cărtărescu se sirve de ellos para ilustrar el espectro realista y humano; también cultiva allí su dimensión jocosa, pues la mezcla entre ficción, especulación y realidad resulta en una novela muy divertida. Uno de los talentos que el autor no había llegado a explotar plenamente en su obra anterior.
Si Cegador es obra cumbre de Cărtărescu y Solenoide la de referencia, Theodoros está destinada a ser su obra más popular, aquella que le abrirá la puerta al gran público y disipará los recelos y miedos hacia lo intrincado de su narrativa. Necesitamos que la gran literatura vuelva a ganar terreno en un mundo intoxicado de la inmediatez y la cultura de consumo.