Pablo estaba sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. Detrás de él, con gesto de preocupación, Lili se desasía de las caderas un prominente juguetito conocido como Mayordomo mandingo. Luego se deslizó con suavidad hasta sentarse frente a él sobre la alfombra con las piernas cruzadas; lo sostuvo entonces por las palmas mientras lo miraba: había desaparecido ese brillo de jaco en sus ojos, esa sonrisa burlona de navajero de la Transición que la había enamorado. "Pablo, esto antes te gustaba; querías hacer política con tu propio cuerpo, desafiar la falsa masculinidad". Él seguía sin mirarla. "¿Qué te pasa? Es como si al cortarte el pelo hubieses perdido la fuerza, como Sansón". "Eso no lo digas ni de broma", respondió por fin. Pero los ojos tiernos de Lili no eran capaces de perfundir hasta el corazón de su amigo, que en realidad sufría por lo mismo que Álvaro Mesía, divisar el abismo freudiano del envejecimiento al tener que planificar en lugar de improvisar sus encuentros carnales, para poder ofrecer al tendido un rendimiento presentable. Mas frecuentar a la misma hembra no le era aliciente para semejante esfuerzo, y mucho menos dejarse invadir el albañal por la inercia de fingir apoyar en privado las propagandas de la madre de sus hijos... aunque a veces le hubiera salvado la papeleta cuando no se encontraba con suficiente vigor.
Pablo buscó refugio en el baño para conseguir soledad. Se sentó en el trono a soltar un pastelito en Roca, pero la operación se alargaba penosamente porque el asunto se manifestaba fluido y pastoso. Entonces recordó que llevaba varios días de dieta crudivegana, puñeteras manías de la Lili y sus amigas, y tomó conciencia de algo fundamental: ¿cómo iban a defender aquella alimentación como sostenible y clave para luchar contra el cambio climático si se gastan tres o cuatro veces más papel en el final del ciclo? No digamos ya agua para despejar la escrachatela. Cuando hubo terminado, se miró en el espejo de perfil para comprobar lo que se había deshinchado después del ritual (no eran lorzas, sino gases) y aprovechó para cimbrear, porque en esa perspectiva la pirindola parece más grande. Con su autoestima repuesta, imitó el grito de Tarzán hinchando los bíceps y salió de esta guisa. No encontró ya a nadie en la habitación ni en la casa.
Decidió salir a la calle a tomar café con un amigo. Este le contó que estaba de baja por sindicalitis, pero debía reincorporarse pronto al tajo: "son tiempos difíciles; desde que aprobaron la ley han caído en picado las afiliaciones, la gente ya solo necesita apuntarse como transesual para esquivar el despido en la empresa privada". Pablo asentía con condescendencia, pero sin aparentar darle demasiada importancia. "También usan en la fábrica el brazalete rojo para indicar que están con la comunista", añadió el otro, "para poder tener más tiempo de descanso una semana al mes... porque siempre les empieza un lunes y les termina un viernes. Los hay que siguen menstruando con sesenta años, pero como traen un papel del médico de cabecera, no les pueden decir nada". Mientras su amigo pagaba, como ya había llegado el buen tiempo, se recreó en las cachas de una chavalita que los acababa de rebasar en la terraza; se bamboleaban debajo de un vestido fino. Eso le dio una idea.
Recuperó del fondo de su agenda los teléfonos de Juan Carlos Chalecos e Íñigo Milhouse y abrió un grupo de Guasap con ellos para organizar una parranda. A pesar del tiempo que llevaban sin verse, aceptaron entusiasmados enseguida y le propusieron montar un charla en un local de Lavapiés aquella misma tarde, haciendo correr la voz por las redes sociales. El llamamiento tuvo una acogida magnífica, y los tres mosqueteros fueron capaces de improvisar una mesa redonda sobre la necesidad de someter a control democrático los medios de comunicación tirando de oficio. En la tertulia posterior, una pechugona sin sostén les preguntó sobre el modelo de estado necesario para que la democracia no se convierta en una "dictadura de las mayorías". Los tres se pusieron como cucañas y propusieron seguir respondiendo de manera más informal bebiendo algo en el bar de al lado. Cuando se enseñorearon de la barra tras mover al rebaño perezoso, otearon el horizonte y comprobaron que todas las que estaban buenas y olían bien se habían largado. Ni siquiera había estudiantes que les sonaran de vista, pero aun así decidieron desplegarse. A Pablo se le acercó una vestida de negro, de flequillo batasuno y sonrisa porrera. Apestaba a gallinaza... a gallinaza y hemorroísa; se le ocurrió iniciar conversación confesando que practicaba la menstruación libre, sin ausonias, tampones ni leches. La copa le parecía una guarrería y cosa de burguesas. Consiguió zafarse de ella en la siguiente visita al baño y se encontró con Milhouse para darle parte. Este, con cara risueña, le recriminó que se limitara a una definición tan pragmática de mujer, que saliese de su zona de confort. Luego desapareció. El caso es que sí había quien casaba con la sugerida definición: una estaba ocupada con Chalecos, así que decidió abordar a la otra, que respondía al nombre de Malicia. Para congraciarse con él, se significó como atea y apóstata, pero había hecho suyos algunos valores fundamentales del cristianismo, sobre todo aquello de que es mejor dar que recibir.
Pablo salió a tomar el aire con la excusa de echar un pitillo. Después de un rato pasando revista, unos ojos casquivanos se cruzaron con los suyos, pasando luego de largo con coquetería. Relinchó y salió a por ella con tantas ganas que al poco rato ya estaban sudando y colindando en un pisito interior de la calle Argumosa. Era una mujer algo madura y, para su gusto, dada de sí (el antes y el después de la camada con su ex fue algo determinante) pero muy chisposa y atrevida; le consintió caprichos que ni Irene ni Lili aceptaban desde hacía tiempo tras leer a saber qué libros, lo que le llevó a plantearse si alguna de las dos lo había llegado a amar realmente... no era para tanto lo que les pedía. En decúbito supino y arriadas las velas, la paisana le requirió "los cien euros que tus amigos no me han pagado". Pablo se incorporó desconcertado y oyó detrás de la puerta las escandalosas carajadas de Chalecos y Milhouse: "Lo tenemos todo grabado, mañana van a ser unas risas". Pablo se fue de allí bastante preocupado, porque escándalos aparte lo cierto es que a ella le faltaba Tres en Uno y en un peritaje podría salir cualquier cosa.
Sin saber bien que hacer, telefoneó a un conocido por se le ocurría algo: "me la han liado, Pedro, me la han liado... Sí, el Chalecos y el Milhouse. Mañana saldrá en todos los digitales". Pedro tardó unos segundos eternos en responder: "no te preocupes, de eso se encarga nuestro lobo, Bolshoi Malaskov. Mañana lo que saldrá en los digitales es que los han asaltado y les han robado los móviles... Pero recuerda que me debes una, ya veremos cuándo y cómo me la cobraré, pichulín". Respiró hondo y siguió caminando por Ronda de Valencia, Carlos V, Alfonso XII y por fin Serrano para relajarse antes de llegar a casa. La encontró a oscuras, pero la dulce Lili estaba allí durmiendo acurrucada en el edredón nórdico. Pablo sonrió, se puso su pijama de la RDA y se abrazó a ella.