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Nuevo artículo en la revista Rincón Bravío: "¡Devolvednos a nuestros héroes!"


Siendo sincero, no tenía pensado escribir un artículo como este. Lo más, el comentario de una película que se me apetecía interesante, contestataria y montaraz para los tiempos que corren; pero resulta que me encontré con otro engendro insípido y pasteurizado sin muchos más galones que cualquier otra proyección palomitera en la que se esconden las parejas de quinceños solo para darse el lote. Lo peor no es eso (todos hemos sido estafados alguna vez por los charlatanes paniaguados de la cartelera o los rebaños de borricos que adulteran las valoraciones con estrellitas en el Internet); sino que además de ser una obra fallida en sus pretensiones profana el sacrosanto arquetipo del vengador justiciero al colarlo con el tamiz posmo, que a sabiendas o por contaminación ambiental confunde al héroe naturalista e imperfecto con el mamarracho de moral ambigua ungido como tótem de nuestro tiempo.
Hablo, por supuesto, de El hombre del norte, filme solo destacable por la hermosa fotografía y su valor documental de obsesión rigorista sobre el ritualismo de los vikingos. Sin pizca de épica, a ratos aburrida (que para el género resulta imperdonable) y con un protagonista muy poco creíble, empezando por su físico (el de un poligonero de gimnasio, hecho un cruasán en el tren superior y con las piernas como palillos) y terminando por su tosquedad de estantigua que lo confunde con los leños de las cabañas en las que discurre la historia. Se homologa como drama hamletiano (mejor me callo) y es comparada a menudo con Conan, el bárbaro (ya le gustaría) por una serie de detalles muy explícitos de los primeros minutos y la escena amorosa silvestre de despelote integral que la obra cumbre del género espada y bujería instauró como tradición; pero a modo de homenaje resulta tan desafortunado como Kill Bill al cine oriental de artes marciales de los años setenta, por mucho mono naranja que llevase Uma Thurman. John Milius supo sacar mucho más provecho y realismo salvaje de un reparto compuesto esencialmente por actores casi aficionados, de ahí que su Conan haya envejecido con lustre y no haya perdido su cetro. Yo leí en la trapisonda vikinga más bien un cierto regusto a Lars von Trier en el lenguaje y la estética, pero hasta ahí: por el resto es una película hueca y con posos moralistas en el peor sentido de la palabra, defenestrando todo aquello que presume abanderar y transitando los tópicos más repugnantes y sobados de la cultura preponderante actual, como la ética líquida, el egoísmo infantil de los varones o incluso el desencanto con la venganza o la justicia (sin comentarios).
Todo esto tiene un sentido, claro, y siento que haya sido Eggers a quien le haya tocado pagar los platos rotos, pero es donde ha elegido meterse para conseguir noventa millones de dólares que ha costado su obra. Aunque en España ha conseguido números respetables, la recaudación global de la película está siendo un desastre; quizás porque a alguien se le ocurrió que las mutilaciones sangrientas gratuitas bastaban como burundanga para colocar su catecismo entre el público objetivo de este tipo de cine, habitualmente receloso las moderneces. La cortedad de miras y las burbujas de afinidad en las redes sociales hacen ignorar a los creadores comprometidos que no hay concepto más opuesto al relativismo moral que el del justiciero: surge siempre como reacción a un conflicto muy concreto, que es la ausencia o pasividad de quien tiene el monopolio legal de la violencia (el Estado) para actuar contra quien transgrede de manera grave la ley humana... Y en ausencia formal de ella (como en el salvaje Oeste), la conciencia o la moral, patrimonio tácito de las gentes de bien, muy concreto y absoluto en lo esencial. En extremo, el justiciero es el bueno que tiene que matar al malo, porque a veces es imprescindible que sea así para impedir que siga haciendo de las suyas.
En los tiempos que nos han tocado vivir, donde se convierten en protagonistas y héroes de la ficción a lo más miserable de la sociedad, es necesario reivindicar que la moral no es relativa, que existe una verdad, un bien y un mal; y que el primero debe combatir al segundo, a veces implicándose hasta las últimas consecuencias. Esto es lo que venían haciendo John Rambo, Marion Cobretti, el coronel Braddock, los personajes de Chow Yun Fat en las películas de Woo, o cualquiera de los justicieros de andar por casa que encarnaba Charles Bronson. Los canallas son canallas, no son buenos o malos a ratos en una dualidad que pretende humanizarlos y ganar la empatía del espectador. Confundir el retratar personajes imperfectos y humanos con relativizar el concepto del bien y del mal es una torpeza homologable a la que comete una adolescente se enamora del macarrita de su clase fantaseándolo como seguro de sí mismo.
En la ficción, sin duda la referencia de la justicia salvaje es el western, que entró en decadencia a finales de los setenta, inmolándose ya a lo largo de toda esa década en el subgénero que se dio en llamar crepuscular, el del propio Peckinpah o Sergio Leone. El héroe clásico se transfigura en un tipo poco  respetable que se mueve cerca de la delicada frontera relativismo moral en el cine, solo que este nuevo arquetipo continuaba ejerciendo el oficio de justiciero envuelto en una violencia más explícita que nunca, también la de los buenos. Había terminado para siempre el tiempo en que los disparos eran algo banal, que hacía que un pobre diablo se cayese de manera aparatosa de su caballo, rompiese el cristal de la barbería o se precipitase por la barandilla de madera del primer piso del saloon.
Cuando todo parecía indicar que el celuloide se quedaba huérfano de héroes de referencia, llegaron ellos: Stallone, Schwarzenegger, Norris, Van Damme... Tomaron el relevo de Wayne y se dedicaron solo a eso, a cultivar un personaje trascendente del que sabías qué esperar antes de ver la película. No eran grandes obras de arte, ni falta que hacía: el bien triunfaba sobre el mal y al final, ese sádico jefe de los malos recibía su merecido. Sin escatimar en violencia (aunque sin llegar al naturalismo crudo que inauguró Spielberg con Salvar al soldado Ryan), porque recogían el guante de los crepusculares y no dejaban que la crudeza fuera rehén moralista de la justicia natural y directa cuando era necesario aplicarla. Hablamos solo de EEUU, pero en otras latitudes lo hicieron todavía mejor, con otros formatos, haciendo de esto un verdadero arte que se imitó sin cesar de manera injustamente inconfesa. Son, por supuesto, los maestros hongkongueses Tsui Hark, Ringo Lam y, sobre todo, John Woo.
Woo es la mejor manera de cerrar este círculo. Daba a sus sangrientos héroes una honorabilidad que bebía claramente del western: su munición nunca se agotaba, pero renunciaban siempre al uso de armas automáticas aunque tuviesen delante a un pelotón de asesinos. Acababan con todos ellos, en unos tiroteos poéticos y sufridos, bala a bala, como si mantuviesen un duelo por separado con cada uno de ellos... Y es que Stallone jamás aprendió a actuar, pero es justo decir que ha tenido siempre una cierta ambición en otras dimensiones del cine, empezando por guionizar Rocky, su apabullante debut. En sus últimos coletazos como actor de acción digno y creíble (y también como productor), intentó preservar ese tipo de héroe que estaba a punto de extinguirse, pues ninguno de los Mercenarios había dejado un digno heredero. Además volvió a esa misma esencia duelista de Woo, poniendo en las manos de su mercenario y de Rambo IV un viejo revólver de amartillamiento manual, como los que abanicaban los pistoleros del Oeste. La culminación de este fenómeno es la escena final de Last blood, la que da sentido a la película, la que la convertirá en una obra de culto con los años como el último (y de momento, definitivo) homenaje al héroe justiciero... Una auténtica artesanía sangrientamente romántica de abatir a los enemigos. Siempre bala a bala. O a cuchillo calado. O con las legendarias flechas que utilizó en Vietnam. Porque es John Rambo y puede permitírselo aunque tenga más de setenta años.
Devolvednos a nuestros héroes, o al menos dejadlos descansar en paz.