Me gusta que los futbolistas se santigüen cuando salen al terreno de juego; y que señalen al cielo cuando marcan un gol, aunque lo hagan por pura superstición.
Me gusta que, de manera recurrente, los diseñadores de moda conviertan en tendencia el llevar complementos con forma de cruz a modo de adorno.
Me gusta que las posesiones sean una constante en el cine de terror comercial, siempre con sacerdotes católicos como exorcistas, jugando con el morbo de los miedos atávicos.
Me gusta que el pico más alto en el horizonte de un pueblo sea el campanario de la iglesia o la catedral.
Me gusta que la plutocracia globalista no consiga (aunque lo intenta desde hace tiempo) que la sociedad demande desacralizar los domingos y festividades religiosas en favor de días de vacaciones adicionales o libre elección del descanso semanal.
Me gusta que la gran mayoría de bodas civiles resulten ser ceremonias que intentan imitar una boda católica, pero sin cura.
Me gusta que la glotonería preserve los calendarios chocolatineros de adviento.
Me gusta que se pongan en boca de los jóvenes himnos de conversión y de fe a través del amor, aunque para eso tengan que grabar un vídeo de perreo en la catedral de Toledo.
Me gusta que el Gobierno no se atreva tratar a la Iglesia como le apetecería, porque en secreto sopesa el inmenso coste para las arcas del Estado que supondría asumir con funcionariado o subcontratas toda la obra social que hacen religiosos y voluntarios.
Me gusta que ni los artistas más anticlericales sean capaces de sustituir en sus obras la potencia lírica de confrontar lo divino y lo malvado en términos cristianos.
Me gusta que los medios siniestros naufragasen (por suscripción popular) al intentar ensuciar la imagen de figuras pías y respetadas como la madre Teresa de Calcuta al ser canonizadas.
Me gusta que el etnicismo latino llene la calle de rosarios al cuello, aunque pocas veces entren en una iglesia.
Me gusta ver a los acontecimientos demostrar que lo verdaderamente molesto del Valle de los caídos no es quien esté enterrado o quien lo haya construido, sino la inmensa cruz que se divisa desde la A6 durante muchos kilómetros.
Me gusta que el Gobierno no haya logrado borrar la misa dominical de la parrilla de la televisión pública, que además defendieron líderes separatistas de izquierdas, algunos de los cuales se convirtieron en prisión.
Me gusta que Araceli, la primera vacunada de España, se hubiese santiguado y diese gracias a Dios antes de recibir su dosis en el vídeo que vio todo el país.
Me gusta que Ignacio Echeverría, el último héroe global español después de los supervivientes del Sitio de Baler, sea también de manera explícita un ejemplo de santidad; y esto escueza a los que tiene que escocer.
Me gusta que las dos canciones instrumentales que más se escuchan en el metro se titulen Hallelujah y Solo le pido a Dios.
Me gusta que los cultos emergentes paganos no sean capaces de definirse a sí mismos sino como una oposición al cristianismo.
Me gusta que los medios tengan que manipular hasta la náusea la imagen del papa (prestándole más atención que nunca), haciéndolo pasar por un socialista bananero, porque las satrapías ideológicas globalistas se reconocen tan vulnerables que no podrían culminar sus planes sin engañar o dividir a los católicos.
Me gusta que la patronal abortera y el Gobierno hayan sufrido tal derrota de un puñado de gente rezando a las puertas de los abortorios privados, que hayan tenido que rebajarse a elaborar una ley ad hoc (que, con seguridad, será derogada por inconstitucional y absurda) para poder echarlos de allí. Tal era su efectividad en convencer a las madres para continuar con su embarazo. Y me gusta también que el ratio de ginecólogos que renuncian a ser matarifes de fetos sea tal que haya hospitales públicos donde no sea posible realizar un aborto.
Me gusta que los filósofos que pretenden extirpar las tradiciones y los referentes de la sociedad hayan tenido que parir una teoría centrada en algo tan absurdo como la relativización de la verdad, incluso la aportada por el método científico; y la historiografía por un metarrelato fantasioso individual. Todo para engendrar ciudadanos ideológicamente discapacitados y cautivos, capaces de aceptar cualquier idiotez que proponga el poder... Porque saben que la verdad nos hará libres.
Me gusta que, todavía hoy, la parroquia y Cáritas sigan siendo el referente de todos a pie de barrio para atender la necesidad de los vecinos; aquellos a los que no llegan los cacareados escudos sociales.
Me gusta todo esto porque, cada vez que asoma por alguna parte, un enorme martillo invisible golpea la cabeza de los que pretenden convertir la religión en un pasatiempo privado, oculto a un mundo en el que debería pasar desapercibida porque molesta que intente hacerlo mejor; e impide que pasen a prevalecer los becerros de oro del relativismo moral.