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Nuevo artículo en la revista Dosis Kafkiana: "La escritura es para el verano"

 

AA diferencia los descansos en cualquier otra época del año, he creído siempre que las vacaciones estivales son para los urbanitas un viaje hacia fuera en lugar de una regresión interior; de modo que sería una época mucho más propicia para escribir que para las manidas lecturas pendientes del año, que con disciplina pueden abordarse de muchos modos. Cuando hablo de escritura estoy pensando más en su fundamento, el momento en el que la imaginación se despereza, la percepción suelta la herrumbre y los nudos mentales se deshacen al cambiar de perspectiva; en definitiva, lo que nos hace tener algo que contar, que es de lo que va esto.
El verano es viaje, pero no turisteo completivo. La necesidad de reposo y una duración razonable lo acercan más al quehacer del viajero, sin tanta prisa y más asequible a la recreación contemplativa que perdemos como nativos. Todo se puede convertir en algo mágico y fascinante por puro contraste prestando suficiente atención.
La chispa se prende en el propio tránsito. Sabrán de lo que hablo si han sido tan afortunados como para tener que refugiarse de una tormenta en una estación de servicio aislada en ninguna parte por imperativo legal: rayos inmensos, sin ningún edificio que los oculte, descargando sobre alguna desgraciada parcela campestre en la que el agua corre salvaje por sus torrenteras hacia algún río olvidado... La naturaleza en su magnificencia que, como decía Clarín, agita en su interior el temor de Dios hasta al más tibio. En la línea mística, el sufrido lector podrá experimentar que en las carreteras más recónditas donde apenas llega la señal de las todopoderosas cadenas de PRISA y Vocento, seguirá escuchando con nitidez la humildísima Radio María, incluso decenas de kilómetros más allá de nuestras fronteras; diríase que algo inexplicable sin meter en la ecuación la protección de su Patrona.
Una vez el aposento, comprobamos que a la fonda más miserable no le falta un pequeño escritorio de madera (a menudo de mayor calidad que la propia cama o el baño), en la que quizás el posadero fantasea, mientras monta la habitación, que algún pobre desgraciado escriba algunas páginas de una bitácora de viajes en la que será recordado. Después, cuando todos duermen, el desvelo de la cama ajena en los hostales mochileros nos regala una misteriosa experiencia freudiana: los ronquidos desacompasados y con diferentes timbres de los compañeros al principio se parecen al intercambio de ladridos de los perros vecinos, pero pronto se convierten en una agradable conversación onírica de almas que terminan por aburrirse y dormir también ni antes ni después de cuando lo haces tú.
La naturaleza del destino es irrelevante. El incansable taumaturgo que se empeñaba en confundir a Alonso Quijano y dejarlo como un idiota a ojos de Sancho nos presenta a diminutos encinucos que rodean estáticos a su señora madre con la misma devoción que los becerros a las vacas, confundiéndose de lejos si tienen oscura bravura, allá por la España dorada y  mesetaria. En la playa, la arena deja de ser un residuo marítimo que se pega a los pies mojados para hacerse revelar como una colección infinita de joyas diminutas que algún encantamiento nos hace poder contemplar sobre los surcos de una huella de índice. Mismo en una vulgar ciudad, los chicles ennegrecidos sobre el suelo a lo largo de un callejón parecen haberse dispuesto dentro del engañoso azar para formar figuras, o mistéricos caminos que terminan señalando tal o cual edificio, con solo unirlos por líneas. En sus terrazas, el pobre de gran ciudad se siente rico; pero al llegar la cuenta el carruaje se convierte de nuevo en calabaza: los veinte euros, maldita sea, no han cubierto un vasallaje digno de su principesca majestad y desahoga en Tripadvisor lo que su vergüenza no le permitiría contar al a sus colegas de servidumbre.

El regreso no es una vuelta, sino una triste retirada con las manos vacías en un viaje del héroe, en definitiva, un cambio de vida hacia otra que ya no reconocemos como propia. Por eso, en las rutas por las que nos trata de perder el brujo Navegador, reparamos todavía más que a la ida en el relieve, buscando alguna roca extraña en lo alto de un cerro, o meteorizaciones curiosas en laderas verticales; algo que nos haga soñar con civilizaciones olvidadas e ignotas que la Providencia nos ha permitido descubrir, garantía de vivir una nueva aventura... O al menos poder imaginarla.