Ir al contenido principal

"Last blood" o el funeral del justiciero


No suelo hacer entradas en el blog sobre películas de este tipo. Last blood es muy, muy floja, sin mucho que salvar, emborronada sobre todo por esa puñetera manía que tiene Stallone de intentar hacer, siempre que tiene la oportunidad , lo que no ha aprendido en casi cincuenta años de carrera: interpretar. Al igual que Schwarzenegger, solo es capaz de actuaciones convicentes cuando habla poco y hace su único personaje. Para colmo, podemos decir que durante demasiados minutos no vemos a Rambo, sino a un tipo que se llama como él, al que se le ha olvidado todo su oficio, toda su capacidad táctica; y no se distingue demasiado en sus quehaceres y recursos de un preparacionista novato de la América profunda.
Con el párrafo anterior tendríamos suficiente (o incluso demasiado) para hablar de esta producción, y podríamos dejarlo ahí porque no da para mucho más, señalando la curiosidad de que la mitad del reparto son españoles haciendo el papel de mejicanos. Pero Last blood es mucho más importante y simbólica de lo que pueda parecer, en estos tiempos extraños y vertiginosos en los que vivimos, donde siempre falta tiempo y atención para poder poner todo lo que llega en perspectiva. 
Last blood es el poco sutil título con el que se cierra el círculo de Rambo (para quien no lo sepa, el título original de Acorralado o Rambo I es First blood, basado en una novela con el mismo título). Espero, por puro respeto, que a ningún productor siniestro le dé por reiniciar la saga con un jovenzuelo memo de moda, o la prolongue con una especie de hijo perdido de John Rambo. Pero junto con el personaje muere mucho más, que no tiene que ver con los recuerdos de infancia con que comercia el propio Stallone desde que le dio por desempolvar a todos los ídolos ochenteros de acción para montar Los mercenarios, saga sobre la que también hablaremos. Last blood es un funeral con honores no demasiado logrado, pero muy merecido y necesario, a los héroes de acción que ya se han extinguido, a los que llevan el concepto de justicia caótica a sus últimas consecuencias. Son los buenos que matan a los malos, porque a veces es necesario que sea así, para evitar que los segundos sigan haciendo de las suyas. En la era del nauseabundo postmodernismo, que convierte en protagonistas y héroes a lo peor de la sociedad en la ficción, es necesario reivindicar que la moral no es relativa, que existe una verdad, un bien y un mal, y que es necesario que el primero combata al segundo, a veces implicándose hasta las últimas consecuencias. Esto es lo que venían haciendo John Rambo, Marion Cobretti, el coronel Braddock, Conan, los personajes de Chow Yun Fat en las películas de Woo, o cualquiera de los justicieros de andar por casa que encarnaba Charles Bronson. Y los canallas son canallas, no son buenos o malos a ratos en la dualidad relativista universal de la filosofía que nos quiere colonizar el alma. Así, un narcotraficante sigue siendo un hijo de la gran puta, asesino directa o indirectamente de miles de personas, aunque un día sensiblero le dé por hacer una buena obra vistosa a base de talonario, en virtud de la poca humanidad que pueda quedarle. Tampoco los bandidos suelen tener arrebatos de moralidad y justicia, como el Grupo Salvaje de Peckinpah. Confundir el retratar personajes imperfectos y humanos con relativizar el concepto del bien y del mal es una torpeza propia de una inmadurez preadolescente.
Desde nuestros barrios tranquilos de la vieja y enquistada Europa (y quizás también las amnésicas ciudades costeras de Estados Unidos), no somos capaces de concebir desde hace siglos que hubo y todavía hay terrirorios habitados pero salvajes, donde la presencia del estado es mucho más formal que tangible; o este existe, pero pasa desapercibido por su corrupción. Estos territorios están entregados a la responsabilidad y el sentido de la justicia que sus ciudadanos de bien estén dispuestos a asumir, porque ellos mismos tienen que hacerla valer y aplicarla. Nadie lo va a hacer por ellos. Ninguna policía puede perseguir a los forajidos que los acosan. Ninguna justicia oficial puede poner a estos maleantes en el lugar que les corresponde para evitar que sigan campando a sus anchas. Toca, por tanto, a algunos héroes locales y anónimos el usar las armas.
En la ficción, sin duda la referencia de la justicia salvaje es el western, que entró en decadencia a finales de los setenta, inmolándose ya a lo largo de toda esa década en el subgénero que se dió en llamar crepuscular, el del propio Peckinpah o Sergio Leone. Así, se caricaturizaba al héroe justiciero clásico como alguien que por épocas no es mucho mejor que los bandidos contra los que lucha. Empezaba el relativismo moral en el cine de manera pública y masiva, y se trataba de defenestrar todo aquel símbolo mostrando la violencia de una manera más explícita que nunca, también la de los buenos. Había terminado para siempre el tiempo en que los disparos eran algo banal, que hacía que un pobre diablo se cayese de manera aparatosa de su caballo, rompiese el cristal de la barbería o se precipitase por la barandilla de madera del primer piso del Saloon.
Cuando todo parecía indicar que el celuloide se quedaba huérfano de héroes de referencia, llegaron ellos: Stallone, Schwarzenegger, Norris, Van Damme... Tomaron el relevo de Wayne y se dedicaron solo a eso, a cultivar un personaje trascendente del que sabías qué esperar antes de ver la película. No eran grandes obras de arte, ni falta que hacía: el bien triunfaba sobre el mal y al final, ese sádico jefe de los malos recibía su merecido. Sin escatimar en violencia (aunque sin llegar al naturalismo crudo que innauguró Spielberg con Salvar al soldado Ryan), porque recogían el guante de los crepusculares y no dejaban que la crudeza fuera rehén moralista de la justicia natural y directa cuando era necesario aplicarla. Hablamos solo de EEUU, pero en otras latitudes lo hicieron todavía mejor, con otros formatos, haciendo de esto un verdadero arte que se imitó sin cesar de manera injustamente inconfesa. Son, por supuesto, los maestros hongkongueses Tsui Hark, Ringo Lam y, sobre todo, John Woo.
Woo es la mejor manera de cerrar este círculo. Daba a sus sangrientos héroes una honorabilidad que bebía claramente del western: su munición nunca se agotaba, pero renunciaban siempre al uso de armas automáticas aunque tuviesen delante a un pelotón de asesinos. Acababan con todos ellos, en unos tiroteos poéticos y sufridos, bala a bala, como si mantuviesen un duelo por separado con cada uno de ellos... Y es que antes decía que Stallone no había aprendido nunca a actuar, pero es justo decir que ha tenido siempre una cierta ambición en otras dimensiones del cine, empezando por guionizar Rocky, su apabullante debut. En sus últimos coletazos como actor de acción digno y creíble (y también como productor), intentó preservar ese tipo de héroe que estaba a punto de extinguirse, pues ninguno de los Mercenarios había dejado un digno heredero. Además volvió a esa misma esencia duelista de Woo, poniendo en las manos de su mercenario y de Rambo IV un viejo revólver de amartillamiento manual, como los que abanicaban los pistoleros del Oeste. La culminación de este fenómeno es la escena final de Last blood, la que da sentido a la película, la que la convertirá en una obra de culto con los años... Una auténtica artesanía sangrientamente romántica de abatir a los enemigos. Siempre bala a bala. O a cuchillo calado. O con las legendarias flechas que utilizó en Vietnam. Porque es John Rambo y puede permitírselo aunque tenga más de setenta años.
Rambo termina sentado en su porche, gravemente herido, pero la satisfacción del deber cumplido, como Chow Yun Fat en la culminación de A better tomorrow II. Quitémonos el sombrero. Lloremos. Porque no se muere cualquier héroe. Mueren muchos a la vez. Y prometamos que no los dejaremos morir dentro de nuestros corazones, porque la esencia del héroe caótico es lo más subversivo que existe, el mejor antídoto contra el Imperio...

Comentarios

  1. Interesante conceptualización del héroe caótico, o el héroe que es un absolutista moral. Una de las sentencias de Benedictto XVI que más hondo caló en mí fue: "El relativismo es el nuevo absolutismo".

    Nadie honesto puede poner ya en duda que vivimos en una época de obscurantismo, en una época en la que los poderes fácticos han hecho todo lo posible por dejarnos sin asideros, por conseguir que las fronteras entre lo honorable y la canallesco queden desleídas, en una época en la que el único demiurgo a seguir sea "ser feliz" aunque en esa misión rueden cabezas.

    El mundo del cine siempre ha tenido la querencia de glamourizar a criminales. Desde El Padrino a Charles Bronson, desde Robin Hood a Batman, pero eso no es algo nuevo, sino algo cíclico. Primero se hacen películas de criminales glamourosos, y luego películas de policías glamourosos...

    Lo que sí es nuevo, aplastante, asfixiante y terriblemente desconsiderado es, efectivamente, el relativismo moral con el que quieren convertirnos a todos en seres egoístas y alienados. Supermán aparece esposada y es un criminal en la última película, incluso es procesado en una corte de fantasía de los Estados Unidos. Algo parecido le sucede a Batman.

    Lo que ha cambiado es la percepción de la moral. Al Capone, o Don Corleone, podía ser, en la película, un tipo elegante que usa trajes de Armani, pero siempre era mostrado como un asesino despiadado, un cínico, y un ser nocivo.
    Ahora ya no es así. Ahora, no sólo se glamouriza al canalla... sino que se le justifica moralmente.

    Hace poco ví la nueva película del Joker, el histrión de moda, y, más allá de los posibles hallazgos y aciertos de la película, resulta completamente estremecedor el contemplar que ya no sé realiza ningún tipo de valoración moral del asesinato, la crueldad y la abyección.

    Todo lo contrario: la maldad se ha convertido en algo ornamental, decorativo, irrelevante e, incluso, elegante. En el Joker la maldad casi casi se la nueva bondad. La gente acepta el discurso, lo traga, interioriza el nuevo paradigma y, las consecuencias, naturalmente son profundamente destructivas.
    La gente ya no es capaz de reconocer la maldad, ni la ajena, ni la propia, algo que no debería ser tan malo si no fuera porque, al borrar de la conciencia colectiva el concepto de maldad, desaparece con él, el concepto de bondad.

    Se hacen película de payasos asesinos por la misma razón que se carga contra la Iglesia católica: para derribar cualquier jerarquía moral concebible.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por el comentario, Lázara.
      Efectivamente,  la glamurización del criminal no es algo nuevo. De hecho, creo que todavía hoy Tony Montana de Scarface sigue siendo el referente en este sentido, y también están los inefables kinkis de nuestro cine de la transición. Sin embargo, lo que antes eran fenómenos aislados hoy son tendencia y, como bien dices, se les despoja de toda malignidad hasta convertirlos en seres casi simpáticos.
      El fenómeno en extinción del justiciero caótico (ya solo en algunas películas sueltas sin pretensión de crear personajes o personalidades icónicos) me parece interesante porque creo que es la mejor respuesta posible al relativismo moral en la ficción.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Nuevo artículo en la revista Rincón Bravío: "Porno, putas y consoladores"

A menudo se tacha a nuestro sincrético Gobierno (y por extensión, a los partidos que lo componen o lo apuntalan) de moralista o puritano, por su obsesión en legislar y fiscalizar la coyunda de los españoles. No pueden estar más equivocados: para los posmos, la moral es una bola de plastilina que además cambia de color; por consiguiente la ley no significa demasiado para ellos, dado que su cumplimiento es meramente facultativo desde el poder, ya sea por acción/omisión o a toro pasado través de indultos arbitrarios. Más aún, en ellos no hay un ápice de incoherencia o de hipocresía en pedir la cabeza de sus adversarios políticos por ser sospechosos de tener multas de aparcamiento y negarse a dimitir tras una imputación o incluso condena: su elevada concepción de la democracia a la cubana (donde de cuando en vez se impostan elecciones generales y referéndums, a los que ellos dan plena validez) les lleva, con un par de huevos, a la asunción tácita de que sólo están legitimados para gobernar

Nuevo artículo en la revista Dosis Kafkiana: "Reseña de 'El año del búfalo', de Javier Pérez Andújar"

Hace ya unos cuantos años, en un arranque de racionalismo, me dio por emprender un  estudio  para aportar evidencias estadísticas sobre la falibilidad de las predicciones zodiacales. Para ello recopilé miles de personajes ilustres junto con su aniversario y los clasifiqué por ocupación, de modo que se pudiesen medir tendencias en periodos temporales para cada grupo. Evidentemente no se registró correlación alguna entre el nacimiento y el oficio; pero si bien los meses (pensemos en el horóscopo occidental) eran algo completamente uniforme, los años presentaban indicativos curiosos, revelándose unos más fecundos que otros en celebridades o profesiones. Para decepción de creyentes en el horóscopo chino, estas tendencias anuales no se presentaban de manera cíclica (los signos se repiten cada doce años), pero no deja de ser algo curioso por más explicaciones históricas o sociológicas que tenga. Uno de esos signos es el búfalo; y años del búfalo hay muchos, pero en la novela se coquetea sobr

Nuevo artículo en la revista Frontera D: "La crisis del libro"

Decidí emprender este artículo horrorizado tras leer a no pocos ciudadanos distinguidos de la república de las letras clamar por ese concepto difuso, eufemístico y vergonzante que siempre converge en algo siniestro: un “nuevo modelo”; en este caso para la industria del libro. Por supuesto, se estaban refiriendo a liquidar la distribución tal y como la entendemos hoy en día para sustituirla por impresión y envío bajo demanda: los que se reivindican representantes de la esencia literaria por ser pequeños editores o autores independientes, los guerrilleros de la cultura, quieren llevarse por delante las librerías para dejar todo en manos de magnates digitales a los que tanto les da vender libros que papel higiénico. La excusa es la creciente carestía del papel y lo poco ecológico del proceso actual, en el que muchos libros distribuidos terminan siendo retirados sin vender e incluso desechados para hacer sitio a nuevos títulos en los almacenes; pero la realidad ulterior es la