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Lanzarote


Un grave defecto que solemos tener los escritores, relacionado con la vanidad, es pensar que cualquier vulgaridad cotidiana que tratemos es interesante por el simple hecho de llevar nuestra firma. Solo por contarlo nosotros. En ese sentido, el tema estrella de los últimos años es la paternidad o el cuidado de familiares dependientes, como si fuese un territorio ignoto y fascinante para el lector medio... Y todo esto empieza, por supuesto, con la literatura de viajes, que en tiempos no tan remotos en los que era peligroso y caro en dinero y tiempo hacer largos desplazamientos, una redacción pasable sobre cualquier lugar más o menos exótico levantaba expectación. El colmo es cuando nos atrevemos a engendrar una obra monográfica con cualquier excusa de este tipo.
Una de esas singularidades geográficas cercanas y asequibles es la isla de Lanzarote, llamada Titerroigatra por los escasos habitantes que podría tener una isla sin agua antes de su fusión con la civilización europea occidental. Yo di a parar en ella de casualidad, sin saber exactamente qué podría encontrarme más allá de las atracciones turísticas populares ni que era la isla afortunada que más había fascinado a tantos autores de fuera del archipiélago.
La primera impresión que tuve al momento de salir del aeropuerto fue, con perdón, un cierto halo de malignidad al ver que la misma tierra de aquel paisaje árido tenía un tono negruzco contra natura, aún a sabiendas de su origen volcánico. Con el paso de los días, y habiendo conocido varias de sus maravillas, la sensación no cambió demasiado al encontrarme una isla muy poco habitada, de asentamientos todavía más aislados que en el minifundio del norte de la península. Aún peor, sentía aquel territorio como algo demasiado exótico a España y a Europa, por mucho que las abundantes infraestructuras turísticas y recreativas se empeñasen en disimularlo: una isla aparentemente descristianizada (con la honrosa excepción del satélite Graciosa, que presume de su pequeña iglesia), sin que haya encontrado hasta ahora una explicación completa al respecto. Y tenía que haberla, porque tal porcentaje de ateísmo no se da en ningún lugar del mundo, por turístico y lleno de aventureros centroeuropeos excéntricos que esté. Una de las hipótesis que manejaba era a posibilidad de que Lanzarote hubiese sido colonizada espiritualmente por sectas, aprovechando las ventajas en cuanto a discrección que ofrece la isla. A una conclusión similar debió llegar también Michel Houellebecq, según pude saber más tarde, porque en su novela ambientada aquí coloca a un importante líder sectario entre los personajes principales con un truculento caso aledaño. Supongo que a todos nos han llegado rumores al respecto en este territorio (como también abundan en Levante y Andalucía, pero eso es otra historia...) de crímenes rituales, y por supuesto, la importación de la santería y el palerismo por los frecuentes intercambios migratorios con América Latina durante tantos años.
Otros autores, como Saramago, se interesaron más por la trascendentalidad al conservar mucho de su salvajismo primitivo y se quedaron a vivir allí hasta el fin de sus días. No podemos olvidar que una quinta parte de la superficie de Lanzarote está ocupada por el apocalíptico parque nacional de Timanfaya, de modo que el diablillo que suele ilustrar el espacio y a menudo toda la isla, toma un significado más allá de la metáfora volcánica del infierno.
Y es precisamente en esta mezcla de génesis y apocalipsis en un punto tan concreto y reducido, es en lo que todos estamos de acuerdo. Una especie de metáfora de mundo o del mismo cosmos, un laboratorio divino, espacio inhóspito que sobrevive a todo el que pasa, y sobre el que porfía el hombre en sobrevivir. Quizás sea también Lanzarote una buena aproximación del espiritualismo real de occidente, que solo aparentemente es mayor por el espejismo de contar con más grandes y visibles iglesias que la isla.