Sigo convencido de que este autor muy difícilmente hubiese publicado si hubiera nacido en nuestro país. Pero Francia, con todo su aborrecible chovinismo y proteccionismo cultural, demuestra ser al menos mucho más libre y atrevida en la creación, llegando a ser realmente transgresora y políticamente incorrecta... Justificando mucho más que en España su derecho al apoyo estatal. Películas como Salir del armario o Señor, ¿qué te hemos hecho? serían inconcebibles de producir en la piel de toro, donde los lobbies culturales drogados con dinero público no toleran la sátira que no vaya en unas directrices determinadas. Y en la literatura tienen a Houellebecq, que además de levantar muchas ampollas a su paso, resulta que incluso es un autor de éxito en su país con un tipo de literatura fuera de lo que podemos imaginar como comercial. Con Serotonina, Houellebecq crea algo difrerenciador respecto a toda su obra anterior. Yo diría incluso que, de alguna manera, escribir Sumisión ha tenido que marcarle de manera especial (luego explicaré por qué) y podría haber sido el detonante. Pero vamos por partes. No es una sopresa para nadie que haya leído al francés que da poca importancia a las filigranas narrativas y que es un autor de una sola historia. Me atrevería a decir también que de un solo personaje, o a lo sumo dos, casi siempre los propios narradores, ejemplificados perfectamente en los dos hermanos protagonistas de Las partículas elementales: Michel, el lobo estepario y Bruno, el sátiro nihilista. Ambos, por supuesto, de corte profundamente intelectual. Esta no iba a ser una excepción y tenemos al estereotipo estepario metido en una espiral descendente llena de crítica sulfúrica y visceral a la decadencia de la sociedad occidental, de esa que tanto indigesta a los que se dicen intelectuales sin serlo. Ahora, el inesperado actor secundario que devora esta imaginable eje de la depresión para dar forma a la historia es un tema inédito en Houellebecq: el amor. No es que sus personajes nunca se hayan enamorado, ni que en este caso se remate una historia romántica feliz, pero todos los problemas que precipitan a Florent-Claude y luego se despeñan sobre él en su caida son amores: olvidados, latentes, sangrantes... Y de todo tipo, mucho más allá del puramente de pareja. Se enfoca sobre todo en la carencia y en las patologizantes consecuencias de vivir en ausencia de él, manifiesto también, como es habitual en el francés, en un sobrío síntoma puramente fisiológico. Tanto es así que el autor, actuando en consecuencia, baja unos escalones desde su pedestal de sordidez hiriente con la que golpea constantemente en sus novelas, condensándola en momentos concretos. A cambio, saca pecho en versatilidas, llegando a tener una sensibilidad sorprendente, regalándonos aquí muchas de las mejores frases de toda su creación. Serotonina lleva una dosis inesperada de sensibilidad, pero también una incipiente espiritualidad, de alguna manera emparentadas entre sí. Sin duda, imaginar una distropía inminente a la que da plena credibilidad en Sumisión ha debido de dejarle algún tipo de huella; probablemente el intentar imaginar cómo Europa, cómo Francia podría reaccionar sociológicamente para neutralizar la tendencia a perder su propio arraigo. Y pareció encontrarla en el resurgir del catolicismo en Francia, plasmado en la presente novela desde el acercamiento agnóstico anhelante, mucho más intensamente que en el pasado, que apenas servía de contraste satírico frente al protestantismo, despreciando ahora de este modo el deísmo esotérico al alza entre los que reniegan de la cultura occidental por motivos políticos y, al mismo tiempo, no tienen la personalidad suficiente para ser ateos. Toda esta mezcla da como resultado un clímax que resulta mucho más impactante y contracultural en los tiempos que corren que la producción anual junta de todos los que se dicen radicales y antisistema... Y no digo más. Quiso la casualidad, o quizás la Providencia, que estuviera terminando estas líneas precisamente la tarde del día de san Valentín. Nunca me ha atraído mucho como celebración, pero a partir de ahora me plantearé su defensa pública como simbólica resistencia ante la vomitiva cruzada actual por criminalizar el amor.
Sigo convencido de que este autor muy difícilmente hubiese publicado si hubiera nacido en nuestro país. Pero Francia, con todo su aborrecible chovinismo y proteccionismo cultural, demuestra ser al menos mucho más libre y atrevida en la creación, llegando a ser realmente transgresora y políticamente incorrecta... Justificando mucho más que en España su derecho al apoyo estatal. Películas como Salir del armario o Señor, ¿qué te hemos hecho? serían inconcebibles de producir en la piel de toro, donde los lobbies culturales drogados con dinero público no toleran la sátira que no vaya en unas directrices determinadas. Y en la literatura tienen a Houellebecq, que además de levantar muchas ampollas a su paso, resulta que incluso es un autor de éxito en su país con un tipo de literatura fuera de lo que podemos imaginar como comercial. Con Serotonina, Houellebecq crea algo difrerenciador respecto a toda su obra anterior. Yo diría incluso que, de alguna manera, escribir Sumisión ha tenido que marcarle de manera especial (luego explicaré por qué) y podría haber sido el detonante. Pero vamos por partes. No es una sopresa para nadie que haya leído al francés que da poca importancia a las filigranas narrativas y que es un autor de una sola historia. Me atrevería a decir también que de un solo personaje, o a lo sumo dos, casi siempre los propios narradores, ejemplificados perfectamente en los dos hermanos protagonistas de Las partículas elementales: Michel, el lobo estepario y Bruno, el sátiro nihilista. Ambos, por supuesto, de corte profundamente intelectual. Esta no iba a ser una excepción y tenemos al estereotipo estepario metido en una espiral descendente llena de crítica sulfúrica y visceral a la decadencia de la sociedad occidental, de esa que tanto indigesta a los que se dicen intelectuales sin serlo. Ahora, el inesperado actor secundario que devora esta imaginable eje de la depresión para dar forma a la historia es un tema inédito en Houellebecq: el amor. No es que sus personajes nunca se hayan enamorado, ni que en este caso se remate una historia romántica feliz, pero todos los problemas que precipitan a Florent-Claude y luego se despeñan sobre él en su caida son amores: olvidados, latentes, sangrantes... Y de todo tipo, mucho más allá del puramente de pareja. Se enfoca sobre todo en la carencia y en las patologizantes consecuencias de vivir en ausencia de él, manifiesto también, como es habitual en el francés, en un sobrío síntoma puramente fisiológico. Tanto es así que el autor, actuando en consecuencia, baja unos escalones desde su pedestal de sordidez hiriente con la que golpea constantemente en sus novelas, condensándola en momentos concretos. A cambio, saca pecho en versatilidas, llegando a tener una sensibilidad sorprendente, regalándonos aquí muchas de las mejores frases de toda su creación. Serotonina lleva una dosis inesperada de sensibilidad, pero también una incipiente espiritualidad, de alguna manera emparentadas entre sí. Sin duda, imaginar una distropía inminente a la que da plena credibilidad en Sumisión ha debido de dejarle algún tipo de huella; probablemente el intentar imaginar cómo Europa, cómo Francia podría reaccionar sociológicamente para neutralizar la tendencia a perder su propio arraigo. Y pareció encontrarla en el resurgir del catolicismo en Francia, plasmado en la presente novela desde el acercamiento agnóstico anhelante, mucho más intensamente que en el pasado, que apenas servía de contraste satírico frente al protestantismo, despreciando ahora de este modo el deísmo esotérico al alza entre los que reniegan de la cultura occidental por motivos políticos y, al mismo tiempo, no tienen la personalidad suficiente para ser ateos. Toda esta mezcla da como resultado un clímax que resulta mucho más impactante y contracultural en los tiempos que corren que la producción anual junta de todos los que se dicen radicales y antisistema... Y no digo más. Quiso la casualidad, o quizás la Providencia, que estuviera terminando estas líneas precisamente la tarde del día de san Valentín. Nunca me ha atraído mucho como celebración, pero a partir de ahora me plantearé su defensa pública como simbólica resistencia ante la vomitiva cruzada actual por criminalizar el amor.