Nací en una ciudad melancólica del noroeste, hoy desposeída hasta del artículo en su nombre propio. Esa bendición me permitió crecer proyectado hacia dentro, levantando un imperio ecléctico y zafio al que por entonces no encontraba un sentido concreto... Pero me divertía, y se pronunciaba violentamente ante la más elemental necesidad creativa de lo cotidiano o escolar. Como acostumbra a suceder, la adolescencia culmina con Sancho enterrando a Quijote, así que de entre las ingenierías utilitarias elegí la que me pareció más romántica y fantasiosa, por aquello de tener siempre posibilidad de materializar una idea, donde el pecunio no pudiese recluirla en unos planos: la informática. Aquello amodorró durante años mis prospecciones humanísticas; a cambio me regaló más de un lustro de aislamiento que reanimó al joven poeta y al caballero andante moribundo, además de obligarme a pasar por los grandes clásicos de la literatura en el momento correcto, esto es, después de los treinta, cuando esas prosas se leen desde el ruedo de la vida, no el burladero de la juventud tardía.
Mi alma terminó de ennegrecer en el pudridero de la consultoría y el software por encargo; en pocos años había enfermado lo suficiente como para poder escribir desde las entrañas. Por entonces solo jugueteaba con artículos y bitácoras, mas una mala madrugada Ayanta Barilli sacó su mano por el altavoz de la radio y me apretó el pescuezo hasta hacerme participar en su concurso de cartas de amor. Mandé varias, ficticias y literarias sin proponérmelo; a Dios gracias todas gustaron y no ganó ninguna, pero ya sabía que esas epístolas cobardes que se colocan como bombas durante la huida eran la madre que me parió. Entonces me ungí novelista en la cantina del Cine Doré, entre ateneístas exiliados y gente tan rara como yo, y nunca hubiese rematado obra alguna de no pasar la epifanía del lobo estepario, esto es, saltar a la arena de la vida.
Cargué contra medio centenar de gigantes, y por ventura en todas las batallas el brujo Frestón intervino para hacerlos molinos en el último instante y dejarme en ridículo. Ahora monto a Clavileño y tanto me da llegar a Candaya, a Ítaca o a Tarsis. En el camino me encontraréis, incordiando en presentaciones literarias, escribiendo para mí y el viento Paracleto que nos lleva, con unas cuantas medallas colgadas de la esclavina: Galdós mi efetá, Houellebecq y su estirpe intercesores, Harwicz mística, Cărtărescu fundador, Faulkner taumaturgo, Kafka psicopompo, Cervantes confesor.
A veces me poso a hacer aguada en esta vieja iglesia de piedra con vistas al Pacífico, acostumbran a cuidarme y me trae buenos recuerdos.