Antes de ponerme a escribir esto, preferí dejar reposar unas cuantas semanas el atentado contra Salman Rushdie. Me interesaban mucho las reacciones de periodistas y escritores, pues la verdadera garantía para la libertad de expresión no son las leyes, sino el respeto mutuo entre colegas con diferentes ideas, siguiendo aquella famosa frase de Evelyn Beatrice Hall (a menudo atribuida a Voltaire) «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». A Dios gracias el escritor salió vivo, lo que nos dio la oportunidad de que sus iguales se expresasen en los términos que realmente pensaban en lugar de los plañidos y condenas impostados que hubieran sucedido a su muerte: resultó que la cuestión consiguió levantar debates en lugar de apoyos, lo que confirma que la engreída Europa (de la que, por cierto, tuvo que huir el escritor británico para estar a salvo, vaya usted a saber por qué) hace décadas que no es todo aquello de lo que siempre ha presumido, Ilustración mediante.
Lo de Rushdie es solo el tomate que tenía que salirle a un calcetín ya muy gastado, nadie se confunda. Sin salirnos del tema, en la Francia republicana abrieron un proceso judicial porque Michel Houellebecq introdujo en la trama de Plataforma un atentado yihadista; y cuando acribillaron a los dibujantes de Charlie Hebdo, Jorge Bergoglio (confío en que se haya arrepentido de ello) le regaló a los terroristas y sus muchos fans barbudos un lema que venía a justificar el atentado, y desde entonces lo usan en sus pancartas: «El que insulte a mi madre puede esperar un puñetazo»... En fin, algo que terminó con tan poco apoyo público real dentro y fuera del país (en España, los medios satíricos se acobardaron a la hora de publicar las polémicas viñetas o similar) que la revista pronto renunció públicamente seguir dibujando a Mahoma. Qué pronto se nos ha olvidado aquello de «La prueba de una buena religión es si puedes bromear acerca de ella» que decía el socarrón de Chesterton hace cien años.
Si algo nos ha enseñado la pandemia es que nuestros derechos naturales son tan endebles que cualquier democracia occidental modélica es capaz de suspenderlos de manera indefinida con solo hacer uso de la letra pequeña que tienen todas las constituciones; diríase en argot de kung fu que las nuevas dictaduras ya no emplean el puño de hierro, sino que nos golpean con puño de algodón. Tal vez esa sea la clave de todo: tolerar la violencia como respuesta a una discrepancia ideológica podría ser una suerte de ensayo de cómo implementar una pena de muerte oficiosa y práctica, por eso de estar ejecutada por la turba, de la que es fácil desentenderse y casi imposible perseguir judicialmente; la autoridad no tendría más que señalar a los reos en medios o redes sociales para que sus montoneros lo hicieran perecer, siguiendo la siniestra tradición de la guerra civil española.
Volviendo a nuestra entrañable piel de toro, nos encontramos con un síntoma muy ilustrativo: Cuarto Milenio se convierte esta temporada en el programa semanal más longevo de la historia de la televisión en España bajo la batuta del mismo director, superando al Documentos TV de Erquicia. Evidentemente, Iker Jiménez y Carmen Porter no han sobrevivido dieciocho años en antena a base de ectoplasmas y encuentros en la tercera fase, sino atrayendo al espectador generalista diversificando el concepto de misterio de manera coherente a otras muchas cuestiones, al punto de tener que desdoblarse en dos programas más para tratar de actualidad y tecnología, siguiendo la estela de la madre que los parió. Pero lo que de verdad fideliza al público es que el matrimonio forteano al timón huye de los trampantojos y barracas de feria utilizados por todos sus predecesores en nuestro país; antes bien, ejercen el periodismo y por eso se les percibe como auténticos. De este modo, Iker se ha significado en el último decenio como uno de los mejores (si no el más importante) de su generación a través de la editorial de tema libre que hace antes de concluir cada programa; digo más, encaramado a su Estirpe de los libres en YouTube se convirtió en el comunicador de referencia respecto del coronavirus, muchos pasos por delante de cualquier programa en la televisión (que, por lo demás, le iban copiando los colaboradores que él introducía al público), ganando su cátedra y levantando muchas suspicacias y envidias. Si no lo era ya, fue entronizado como el periodista con más libertad de nuestro país de cuantos trabajan en medios mayoritarios... Y aquí la singularidad del asunto: estos poderes le son tolerados por lo que mi paisano Torrente Ballester llamaba «los que mandan pero no gobiernan» bajo la asunción de que una parte importante de la población jamás le dará credibilidad, prejuzgándolo como el de los fantasmas. Esto es, ningún periodista que todo el público esté dispuesto a tomarse en serio puede expresarse con plena libertad en España a través de grandes medios.
Sin embargo, no hemos llegado a esta miserable situación que vivimos por circunstancias meteorológicas: la peste en la comunicación la trajeron las miasmas de Internet. Al principio, charlatanes, ingenuos y muchos encantadores de serpientes celebraron que surgía un ecosistema lleno de posibilidades en el que emprender un medio digital resultaba tan barato que sería imposible acallar ninguna cosmogonía política o temática, sin reparar en lo rápido que se acostumbrarían los paisanos a exigir de manera gratuita en Internet lo que antes pagaban a diario en el quiosco. Los medios físicos resistieron el envite sin grandes problemas los primeros quince años, justo hasta el asentamiento de nuevas tecnologías web que facilitaban la implantación sencilla y barata de sitios por la red en los que administradores y lectores podían agregar contenido sin necesidad de programar. Se descubrió un mundo en el que cualquier tonto hacía relojes, blogs o incluso abortones de periódicos digitales; todos parecían aprendices de brujos con su varita mágica. Sobrevino una gran tribulación en la que los jerarcas de la comunicación se devanaron los sesos buscando cómo ganar dinero en el Internet, tal vez con ediciones digitales que se pudieran leer en tabletas (por entonces demasiado caras) o pagando por determinadas noticias... Y los teléfonos inteligentes llegaron como un ladrón en la noche, ya no había marcha atrás: en ese momento murió el periodismo tal y como lo conocíamos.
No hay desde entonces santa manera de que nadie se trague (si no es con verdadero interés) un artículo de extensión razonable por culpa de las malditas pantallas pequeñas y luminiscentes, incómodas y agotadoras para la vista; y nos hemos vuelto tan haraganes que no toleramos depender de un lector de tinta electrónica para leer la prensa. A todo esto, que los grandes medios se iban demoliendo por barrios y muchos primeros espadas tuvieron que exiliarse y fundar sus propios diarios. Todo ha convergido en una precarización galopante del oficio por exceso de competencia y poca rentabilidad, amén de que la mayoría de los digitales terminaron por ser una especie de periódicos de pueblo sin recursos para ofrecer contenido propio más allá de las bravuconerías firmadas por un par de articulistas rumbosos por amor al arte. La mayoría de los medios solventes que quedan se secuestran con facilidad a base de talonario por cifras que para una gran firma, gobierno o mano negra son calderilla, al punto que cualquier politicucho con ínfulas de matón y cargo autonómico es capaz de zarandear de las solapas a un diario molesto tan solo con la amenaza de retirarle la publicidad institucional. De este modo, muchos columnistas tuvieron que reciclarse como propagandistas para seguir comiendo tres veces al día; a la vista está que muchos con disgusto, pero otros más cómodos al calor del estiércol de su establo que en el espadachinaje de defender opiniones propias. Todo esto tuvo una cristalización evidente para todos en la guerra de Ucrania, que en pleno 2022 ha tenido una cobertura miserable, a menudo basada en vídeos de móvil compartidos por Mengano y reporteros de guerra independientes que apenas pueden cubrir sus gastos con lo que les pagan.
Los entusiastas responderían que el periodismo se ha vuelto fluido y ahora se ejerce en omnicanalidad, a través de medios ignotos hasta hace pocos años, como las redes sociales. Es cierto: creyéndonos libres nos hemos ido a vivir a estas satrapías digitales en las que no hay policía ni jueces, así que los reos se detienen y ejecutan por linchamiento de una sola vez. Y es que las taifas virtuales son tan tacañas y haraganas que reducen sus instituciones a la mera burricie artificial y una ingenua fe acerca de la honorabilidad de sus usuarios, ese cáncer que la jerga internáutica llama wiki. El colaboracionismo de Internet sirve para que cualquier ceporro de arrabal capitalino, enfadadísimo porque en un restaurante de provincias no lo han tratado con suficiente majestad al servirle un menú de diez euros, pueda desprestigiar cualquier negocio con una reseña negativa llena de faltas de ortografía; también para criar y cebar usuarios falsos, que unidos a los palanganeros ociosos de guardia, puedan organizarse para denunciar deshonestamente a un perfil púbico con el que discrepan, de modo que los mecanismos de la propia red social cancelen la cuenta de manera automática. Volvemos a la idea de arranque: las redes sociales encarnan el anticristo de la libertad de expresión; son el ejemplo más evidente de lo poco que se respetan las ideas discrepantes en el debate público y la negligencia con la que sus custodios permiten que una voz se violente o cancele por el mero hecho de pronunciarse. Podrían acusarme de trilero si no añadiese también que a veces que los caciques de la social media actúan de oficio, por ejemplo cancelando la cuenta de un presidente de los Estados Unidos por puro prejuicio mientras otros perfiles justifican alegremente atentados terroristas.
Es evidente que la única manera de que la prensa vuelva a ser el cuarto poder en lugar de una vulgar crónica es encontrar una manera autárquica de ganar dinero... Que tal vez no pase por las viejas fórmulas de apropiación de los lectores, sino más bien por hacer el esfuerzo de crear aplicativos gremiales de prepago o suscripción que den acceso a todo el contenido exclusivo y repartan beneficios entre los asociados por frecuencia y completitud de lectura.