Tal vez usted, sufrido lector, ha llegado a pensar alguna vez que está fuera de lugar. Las redes sociales están llenas de perfiles con banderitas que ni le suenan, triangulillos pabajo, lazos de colorines y todo tipo de símbolos horteras compuestos con emoticonos que facilitan a los desaprensivos de Silicon Valley o Pearl River Delta la tarea de segmentar a los idiotas que compartimos contenido en ellas (créame, la inteligencia artificial no da para tanto como dicen). Si se centra en los medios, la cosa no mejora demasiado: el derrumbe de la prensa escrita hace florecer cientos de diarios o filiales digitales, a menudo de rentabilidad tan precaria que los hace rehenes de un par de patrocinadores (a veces escondidos en la sombra) con derecho de pernada, dado que la gente se ha malacostumbrado a no pagar por la información que consume.
También habrá experimentado una sensación extraña al comprobar que muchas grandes firmas hacen publicidad y comunicación cada vez más extraña y propagandística, tal vez para hacernos pensar que los estereotipos exóticos son en realidad los más comunes, o que los clásicos han dejado ya de existir. Además, estas mismas marcas y las grandes instituciones presumen públicamente de autoimponerse cuotas a la hora de gestionar sus recursos humanos que nada tienen que ver con la excelencia profesional ni los méritos curriculares; amén de implantar medidas y protocolos que tratan de resolver problemas imaginarios en lugar de los que en realidad atenazan a la sociedad (como por ejemplo la racionalización de los horarios laborales, de modo que la creación y crianza de una familia amplia no esté reservado solo a los ricos por poder adquisitivo y las clases más bajas por inercia). De la ficción mejor no hablamos, pues apenas existen ya personajes o conflictos en los guiones que no tengan significación o intencionalidad vulgarmente política.
Gran culpa de esto la tienen muchos espertos en márquetin y directivos. Los primeros, porque creen que la sociedad se parece a su grupo pedorro de conocidos en el ecosistema del barrio madrileño de Malasaña; los segundos por pura burricie más allá del trabajo ejecutivo, que los lunes creen haber descubierto un continente cuando comentan en un comité un par de ideas de cualquier cantamañanas con pinganillo que ha colgado una charla en YouTube en la que argumentaba con grandes aspavientos su solución para una cuestión social de Estados Unidos. Al cabo, no hay nada más eficaz y eficiente que solucionar problemas que no existen, pues fácilmente se popularizan y son más sencillos de mediatizar que los reales.
¿Ha cambiando el eje de rotación de la opinión pública? Para nada, pero eso es lo que se pretende que pensemos. A la mayoría de los responsables de los grandes agentes económicos y sociales les importa un carajo la agenda 2030 o las reivindicaciones lobísticas, pero la mafia del mal ha utilizado una estrategia brillante para extorsionarlos a todos desde el poder político: se obliga a adoptar determinadas medidas a todo aquel que participe en procesos regulados por la administración pública, opte a recibir subvenciones... o directamente sea obligado por ley; y a su vez capilariza este veneno en entidades de menor tamaño imponiendo dichas reglas también a los proveedores de los anteriores. Muy pocos se libran de caer en esta telaraña, y una gran parte de ellos (que a veces pueden llegar a parecer independientes), comen de pesebres más grandes a cuenta de poderes económicos diferentes.
No se prive, por tanto, de pensar y opinar lo que le salga de los propágulos: el mundo no está contra usted, más bien al contrario, y las majaderías son cosa de unos pocos. Pero cuando cuando nos enfrentamos a la realidad de manera individual, el malvado brujo Frestón troca los gigantes en molinos, como al Quijote, para hacernos creer que estamos locos al cargar contra ellos.