A menudo se tacha a nuestro sincrético Gobierno (y por extensión, a los partidos que lo componen o lo apuntalan) de moralista o puritano, por su obsesión en legislar y fiscalizar la coyunda de los españoles. No pueden estar más equivocados: para los posmos, la moral es una bola de plastilina que además cambia de color; por consiguiente la ley no significa demasiado para ellos, dado que su cumplimiento es meramente facultativo desde el poder, ya sea por acción/omisión o a toro pasado través de indultos arbitrarios. Más aún, en ellos no hay un ápice de incoherencia o de hipocresía en pedir la cabeza de sus adversarios políticos por ser sospechosos de tener multas de aparcamiento y negarse a dimitir tras una imputación o incluso condena: su elevada concepción de la democracia a la cubana (donde de cuando en vez se impostan elecciones generales y referéndums, a los que ellos dan plena validez) les lleva, con un par de huevos, a la asunción tácita de que sólo están legitimados para gobernar ellos mismos, los del color tomate. En este contexto, como quiera que el statu quo político actual permite injustamente que otros partidos políticos concurran a comicios, prima sobre cualquier consideración el continuismo de sus cargos y cargas públicos para que sigan desarrollando las únicas medidas sujetas a derecho; las que, en palabras de Zapatero "cotizan en el corazón". Su Torá política es todavía más sintética que la de Jesucristo, pues se resume en la famosa frase de Evo Morales: "Yo le meto por más que sea ilegal. Después les digo a los abogados que si es ilegal legalicen, para eso han estudiado".
La posmodernidad es a la política lo que el machine learning a las ciencias computacionales, una doctrina que atrae a los golfos por su aparente superficialidad técnica, y la promesa supersticiosa de que sirve para hacer inferencias válidas a voluntad sobre lo que haga falta. Por tanto, no espere nadie que hubiera sesudos debates y análisis detrás de cada reglamento grotesco de zarabanda que sacan como de una churrera para no perder la atención de los medios; bombas de humo para camuflar la nada, tanques de cartón-piedra como los que usaba Sadam Hussein en la primera Guerra del Golfo. Por esa razón, las presuntas medidas para acabar con la violencia contra la mujer nunca pasan en la práctica de hacer pancartas, convocar concentraciones y sobre todo paniaguar asociaciones adláteres donde colocar a las egresadas de las maestrías en perspectiva de género o astrología menstrual. Ni siquiera han aspirado nunca en serio a recoger intereses de las sensibilidades y preocupaciones del populacho en cada momento, pues ni se les había ocurrido ni tienen seso y magín para hacerlo; pero lo que sí saben es que sus embustes solo germinan entre los pijipis de clase media-alta, pues las mujeres de clase obrera que dicen representar están hasta el coño de que sus miserias, sus violaciones y su violencia doméstica sean ninguneadas cuando el agresor no es cristiano viejo. Sus técnicas de comunicación están inspiradas en las nuevas formas de racismo progresista del siglo XXI: piensan que para el grueso de la población (por el momento indígena) una pelea a machetazos entre bandarras latinos, una africana prostituyéndose, malos tratos en una familia rumana o una manada de magrebíes cometiendo una violación es algo normal por esperable (al cabo, estos ideólogos los juzgan medio montaraces) que no va a sorprender o conmover en especial a nadie, así que solo vale la pena activar la propaganda mediática cuando la casquería huele a paisano, del mismo modo que se ignoran guerras y matanzas (salvo que interesen a algún lobby político solvente para patrocinar su cobertura, entiéndase) más allá del mundo occidental.
El tema del momento es el intento de ilegalizar la prostitución, que por ser asunto singular y de larga tradición vale la pena recorrerlo más despacio. Es una de las polémicas morales clásicas, junto con el aborto y la eutanasia; y por esta vez creo que sí han pensado lo que hacían, pues el desarrollo local de la cosmogonía femiqueer es una de las condiciones de los benefactores que los han ayudado a llegar ahí. En este caso creo que, aun partiendo de dicha asunción, han sido muy torpes en el planteamiento, tratando de poner el carro delante de los bueyes, y de paso conciliando un mamoneo muy burdo de compensación hacia las femiterfs (las más alineadas con la abolición del puterío) después de haber aceptado el sacrificio de Carmen Calvo a Posmoloc para no quitar protagonismo (ni hacer contrapunto) a Irene Montero, aunque de poco le ha servido tras la caída en desgracia de su macho alfa. A las teóricas de todo esto (fundamentalmente lesbianas estadounidenses) les ha dado por mirar al mundo grecolatino para darle un cierto empaque a sus proposiciones, si bien con una cierta torpeza y aparatosidad (como si a los mandos estuviera un bachiller); como usar el prefijo "cis-" para referirse a lo relacionado con quien no ha hecho una transición de género, como si la reasignación fuese un accidente geográfico o parte del itinerario vital de cualquiera, algo tan ridículo como inventar el adjetivo cisformado para referirnos a una materia prima o elemento pendiente de transformar. También se han servido de la mitología para bautizar las taxonomías de relaciones lésbicas e incluso para quitar hierro a los asesinatos de menores a manos de sus madres, denominando a dicho atenuante Síndrome de Medea (tal vez algún día excusen a los violadores como pacientes con Síndrome de Zeus o a los padres asesinos a modo de víctimas del Síndrome de Cronos). Volviendo al tema del puterío, posiblemente estén fantaseando con el mito de Lisístrata: se creen capaces a corto plazo de polarizar a hombres frente a mujeres tal y como Pedro Sánchez ha polarizado a la población (y asegurado una base de votos) entre rojos y fachas, la única manera realista de que las féminas pudieran llegar a alinearse en masa con su cosmovisión de estupideces... Y ahí es donde entran las putas: si bien ya lo son hoy a sus ojos de algún modo, con los sexos enfrentados y los varones heteros privados de jodienda, ellas serían las esquiroles en la huelga genital global que tejerían la única red de contención que podría ayudar a los hombres a aguantar la posición. En su concepción pueril de la psicología evolutiva y tras haber interpretado de manera vulgar y mediocre las tesis de Freud, las femiqueer creen que la masculinidad es un concepto falible y artificial construido socialmente por el modelo familiar patriarcal, de modo que si éste se suprime, aquella se disolverá detrás. Y el conflicto se solucionará de modo natural como en una de las versiones de la comedia griega: los hombres, privados de opciones en coito vaginal con putas ni civiles, soltarán su sexualidad a la fluidez y terminarán entendiéndose entre ellos, la marca kilométrica que anuncia la llegada a su extravagante utopía social. La esclavitud sexual les importa lo mismo que la violencia contra la mujer, un carajo. Tan poco como para reconocer que ni siquiera tienen cifras fiables del peso que esta tiene dentro del mundo de la prostitución; y en todo caso, el sentido común dice que la ilegalización de la actividad expulsará a la mayoría de las que ejercen de manera voluntaria o las someterá en otra modalidad a alguna mafia que ya controlase la trata antes. La prostitución se volverá más sórdida y escurridiza fuera de la vista de todos, mientras que con una regulación pasaría justo lo contrario y la explotación sexual sería mucho más fácil de identificar y combatir. Llámenme loco, pero creo que esta es la prioridad a resolver en el universo del lenocinio.
Respecto a este asunto tenemos que abrir plano, porque forma parte de un ámbito mucho más extenso. La otra gran razón para perseguir los servicios relacionados con el sexo (si han metido en la ley solo la prostitución es porque no se les ha ocurrido más, demostrando lo que conocen el mundillo) es que son de demanda mayoritariamente masculina heterosexual y baste con eso. Estas filosofillas escupen al suelo cada vez que se cruzan con un una pareja de chico y chica, pero les toca tragarse la bilis de momento si no quieren quedarse sin base potencial en la que crecer y les toque tirarse del puente de Segovia abajo; pero lo que no son capaces de soportar es que el hombre pueda ser autónomo en la obtención de desahogo sexual respecto de las mujeres, aunque sea cascándosela mientras ve una película porno. Me brota una sonrisa al recordar aquellos carteles en los que un puñado de pelisobaqueras y fauna del mismo ecosistema nos advertían a la totalidad del género masculino que no teníamos su permiso para hacernos pajas pensando en ellas, pues se trataría de una violación mental. Sí, puterío, porno y masturbación forman parte, en realidad, de lo mismo. Los argumentos para la persecución a la industria del sexo explícito (relacionados con la explotación de personas) son todavía más ridículos, pues miente o ha vivido en una cueva quien no sepa que desde hace muchos años la sesión vermú del onanismo en el mundo la amenizan parejas o mujeres que trabajan de manera independiente en su casa con webcams o espectáculos en vivo, o más recientemente en redes sociales para pajilleros como Onlyfans, amén de unas pocas grandes productoras como Private que trabajan con luz y taquígrafos. Por otro lado, ¿se salvaría de la quema la literatura autoerótica femenina? No creo que les falten ganas de borrarla del mapa, porque lo cierto es que se consume muchísimo y retrata verdades muy incómodas, como que cada generación de mujeres ha tenido su novela totémica de éxito (Historia de O, Emmanuelle o la saga de Las sombras de Grey) con la que las lectoras fantaseaban en ser dominadas a través del sado y el bondage... Prueba del nueve de que la pornografía solo busca excitar mediante la fantasía, que no necesariamente responde a una apetencia por llevarla a la práctica (no, en los hombres tampoco). Diremos por último que si no se han decidido a intervenir el mundo de los accesorios masturbadores es porque nunca han terminado de triunfar entre los varones, entiendo que por lo incómodo y penoso de su limpieza después del uso debido a sus formas necesariamente convexas. No obstante, me aventuro a vaticinar que más pronto que tarde terminarán resolviendo que este tipo de aparejos deben difuminar su aspecto anatómico; y por supuesto, se prohibirá que sus aberturas tengan forma de boca o de coño. La mayoría de los consoladores, por su parte, seguirán teniendo forma de polla como hasta ahora (tanto los de meter adentro como los de vibrar), pero mencionarlo será tabú para no incomodar a las pensadoras femiqueer.
Honestamente reconozco que no confío en que este tipo de prohibiciones, de salir adelante, tengan demasiado recorrido por muchas razones. La primera que se me ocurre es que abolir la prostitución tendría repercusiones más allá de lo evidente: mandaría a la clandestinidad también a los chaperos y a las muchísimas trans que se lucran con los gustos inconfesables del vulgo. En ambos casos se verían afectadas la demanda y la oferta en colectivos que, por el momento, no conviene incomodar (y, al cabo, el objetivo son los machirulos); por no mencionar la devastación en ambientes de sexo grupal organizado o espontáneo (frecuentado no solo por heteros), donde se convertirá en sospechoso a cualquier mujer joven o efebo que acudan sin compañía a la fiesta. Evitar el consumo de pornografía no es posible, pues muchas de las tecnologías multimedia que se utilizan en Internet se desarrollaron patrocinadas por ella, así que del mismo modo todos aprenderán a utilizar la red TOR o lo que haga falta para acceder a contenidos lúbricos y seguir tocando la zambomba a gusto. Además, ya hay organismos internacionales que defienden de manera velada el acceso a la pornografía por parte de los niños (relativizando que en ellos pueda tener efectos adversos, ya ve usted) como vehículo para su educación y el discernimiento de su combinación afectivo-sexual queer (algo que ya atisbó el inefable distopista Aldous Huxley en Un mundo feliz). Y por último, ¿alguien cree que un gobierno feminista soportaría desterrar dildos y satisfayers junto con las vaginas en lata?
Pero la razón fundamental es que el puterío y las pajas (en todas sus modalidades) son recursos que la plutocracia global no solo permite sino que también necesita y fomenta, pues el nirvana del capitalismo es una sociedad nihilista centrada en el individuo aislado, que se desfoga sexualmente con relaciones esporádicas (uno de los ejes de la sociología disoluta que propone la cosmogonía queer, que también se retrata en Un mundo feliz) y, cuando no pudiere tenerlas, a través de las industrias del sexo bajo demanda; completando la cadena de montaje de los que pretenden industrializar la vida humana junto con la reproducción artificial, el aborto y la eutanasia... Lo menciono por si algún ingenuo todavía pensaba que estos elementos son derechos conquistados a través de las luchas sociales.
Si de verdad a alguien le interesa reducir la prostitución y el onanismo crónico a niveles residuales, algo que siempre ha estado entre nosotros de manera discreta, esporádica y razonablemente vergonzante, tendrá que navegar justo en dirección contraria, proponiendo un modelo social inverso a la decadencia occidental, en el que el individuo sea dueño de su sexualidad en lugar de lo contrario.