Decía Churchill que la democracia no es la mejor manera de gobierno, sino la menos mala. Y tenía razón, porque lo cierto es que como sistema tiene también muchos defectos, sobre todo la pornografía de medidas y decisiones o las políticas de calentar en el microondas, al punto de frustrar cualquier intención seria de servicio público en el más amplio sentido de la palabra. Pero a cambio tiene una gran ventaja: otorga a cada pueblo exactamente lo que se merece, pues el voto perfila mucho más el tipo de político que ha de gobernar que la ideología esperable del partido ganador. Para ilustrar esto basta con irse al ejemplo español, donde el poder cambia de color más por inercia que por democracia, con una connivencia en forma de ciclos de despilfarro y racanería. Tan grosero es el asunto que izquierda y derecha se tienen repartidas amistosamente las competencias, de modo que los primeros se abstienen de tocar sustancialmente lo económico y los segundos renuncian a legislar sobre el resto. Si acaso, se presenta de vez en cuando algún embuste vendido al electorado como reforma, que en realidad no cambia casi nada. De este modo, estaríamos hablando en realidad de un solo partido mixto, que turna a sus tecnócratas en el tiempo para legislar por parroquias. Pensará algún sufrido lector que esto habrá cambiado con la irrupción de nuevos partidos, pero yo no veo a Pablo Casado nada medroso, a pesar de verse superado de largo en carisma por varios de sus líderes regionales; y sí confiado en que no tiene más que esperar sentado a una crisis económica post-coronavirus para volver al poder de manera orgánica. Confirma la desidia en la disputa del poder el hecho de que nunca hasta ahora habíamos tenido unos líderes políticos con un currículum tan patético. El último con trayectoria presentable fue Mariano Rajoy, y miren cómo salió...
También podría estar yo equivocado y no ser la cosa para tanto, pero en cualquier caso estarán de acuerdo conmigo en que los regímenes occidentales no gozan de buena salud de alma y cuerpo. Lo que uno espera es que la evolución de las normas que nos rigen sea como los pimientos de padrón, según quien vaya tocando, pero siempre con una vocación universal, pues lo que elegimos en las urnas no son gobernantes, sino servidores públicos. Cuando esto no se cumple, sencillamente no podemos llamar democracia al sistema de gobierno aunque vayamos a votar cada cuatro años: el garrapatismo político está en las antípodas de ese planteamiento y resulta herético desde cualquier prisma, pues hace creer al inútil endiosado que su báculo se gana y se mantiene gracias a su voluntad, cuando más bien lo tiene porque le ha sido dado... O al menos se le ha consentido, pues la abstención en lo divino y lo humano también es una manera de propiciar la realidad. El garrapatismo es un espíritu inmundo con mil caras, que puede manifestarse en forma de pacto de investidura a espaldas de los votantes, complots para excluir a candidatos en debates y cargos, aforamientos, o blindaje cicatero de contratos públicos e inercias normativas mucho más allá del fin de la legislatura que las decide; pero por desgracia ya nos habíamos acostumbrado a él, al abrigo del bipartidismo que reinaba en todas partes. Luego, con las crisis políticas de la UE en los últimos tiempos, la plutocracia ideó los partidos sintéticos y asépticos de centro, cuya vocación no era tanto gobernar como hacer de muleta dentro del mismo lobby para los dos defenestrados partidos tradicionales; y sobre todo hacer de contrapeso frente a los nuevos partidos, en general sembrados por otros grupos de poder que piden paso. En España y Francia tenemos ejemplos claros, pero se disuelven hasta en agua fría, porque los marionetistas fueron demasiado optimistas en el tempo para acabar con los nuevos actores exógenos y volver al antiguo régimen.
El colmo que no habíamos visto nunca es la escuela de filosofía política surgida de las excepcionalidades de la pandemia: uno puede esperar que la ley sea más o menos propicia para su cortijo o la manera de desasnar a sus herederos de unas leyes educativas que se van superando en mediocridad académica y curricular, pero nunca nos habíamos encontrado en una democracia europea vestida y calzada que el gobierno electo legisle o actúe en contra de una parte de la población, como si de una satrapía bananera se tratase. Quedarse en las ganas de joder de Macron y homólogos a los que no se haya querido pinchar esta vez o rechacen un pasaporte que no sirve para nada (pues todos contagian lo mismo) sería demasiado vulgar y superficial. Vivimos en una democracia que recuerda demasiado a las de hace 90 años, solo que ahora los jerarcas emprenden limpiezas ideológicas en vez de étnicas... Y se ponen triangulitos en las solapas a modo de sacramental que de toda crítica los debe proteger. De manera burda se sube la carga fiscal sobre colectivos poco afectos a las ideas en el poder o se penalizan actividades económicas enteras y producción de energía como sacrificio al dios Circulito de Colorines, quien por puros celos revela a través de su oráculo que los pedos de becerro de oro son pecado, por lo que las reses solo podrán ser víctimas de holocausto... Para que se queme la grasa, y coman la carne solo sus sacerdotes. Pero la cosmogonía del nuevo régimen es politeísta y todas las deidades se respetan por igual: Jano, el dios queer, es otro de los pilares del panteón y su culto es obligatorio, so pena de perder los derechos civiles. También está Moloc, aunque muy privatizado, de modo que los empresarios que gestionan los templos acaban de arrancarle al Gobierno una ley que impide rezar a otros dioses en la puerta, por miedo a que rompan el embrujo de las mujeres que allí acuden y así renuncien a presentar óbolo y sacrificio portátil.
Estamos, sin duda, ante un cambio de ciclo, pues con las ganas de joder se siembran las ganas de joderlos, pero cuando se chuta a puerta y rebota en el defensa Corona, nunca se sabe a dónde va a dar el balón. Esperemos que el fin de la calamidad traiga una limpia y quizás un reseteo... Pero a los valores de fábrica, no a una nueva versión.