Parece que después del comentario sobre Pororoca, me toca de nuevo hablar sobre la culpa. El otro día leía en un periódico que Angela Merkel daba por fracasada la política migratoria de la UE, porque consideraba que solo Alemania se mostraba flexible para acoger a algunos de los inmigrantes que se hacinan en las islas griegas más próximas a África. Hacía, a este respecto y no sin cierta razón, una referencia más o menos velada a las cuestiones religiosas, como corresponde a un partido democristiano como el CDU. Sin embargo, me resultaba sorprendente la perspectiva caritativa, disparada sin duda por la culpabilidad interna, algo típicamente católico: aunque su mentor Kohl sí lo era, Merkel es luterana. Debemos recordar que, en general, los protestantes ven a Dios como una especie de titiritero que no solo permite sino que origina todo lo que ocurre en el mundo, de modo que conciben la pobreza como una maldición y la riqueza como todo lo contrario, ambas de alguna manera merecidas a ojos de la Providencia. Y por otra parte, la salvación reformista está centrada de manera casi exclusiva en la fe, mientras que la católica da mucho mayor peso a las obras.
Esto abre cuestiones interesantes sobre el ejemplo teutón. Alemania es uno de los pocos países del mundo (quizás junto con España) a los que no se les está permitido estar orgullosos de su identidad. De alguna manera, se asume que el nazismo invalida todo lo demás, toda su historia como pueblo, como si el resto de naciones que perpetraron este estrangulamiento sociológico estuviesen libres de pecados semejantes o peores en un pasado reciente, y sin ningún atisbo de arrepentimiento. Más bien se sigue responsabilizando al alemán actual de los crímenes cometidos por parte de una generación de la que no queda ya nadie vivo; y su gobierno lo acepta de una manera enfermiza y servil, reteniendo para todos los ciudadanos una culpa eterna y exclusiva, negando injerencias externas documentadas de personajes como Amin al-Husayni, representante de un tipo de gente que ya entonces odiaba a los judíos más que los nazis y lo sigue haciendo en la actualidad. Por otro lado, a Merkel se le olvida que no todos los países de la Unión tienen el mismo tejido industrial que el suyo, ni su tasa de paro, ni, por tanto, la misma facilidad para tener algo que ofrecer a un inmigrante más allá de sus prestaciones sociales, cada vez más frágiles en la frontera meridional del continente, a la sazón, la zona de llegada.
Más que fracasada, creo que Europa occidental carece de cualquier política migratoria. Y si la tiene, siendo honesto, no la entiendo. Lo que sí tengo claro es que demasiadas veces se nos ha intentado vender la burra ciega de que la inmigración es necesaria: los movimientos migratorios no son necesarios ni innecesarios, simplemente suceden, desde el inicio de la civilización. Lo seguro es que no son una solución razonable a la catástrofe demográfica que pudre Europa, que más bien tendría que desintoxicarse de memeces modernas y reivindicar la importancia de la familia, si no quiere morir cultural y socialmente en pocas décadas. Respecto al caso concreto que mezcla refugiados de la guerra de Siria e inmigrantes económicos de la zona, la Unión Europea se autoproclamó también culpable del conflicto, y podría serlo por algo que va a negarse a reconocer: haber aplaudido la siniestra ocurrencia de las primaveras árabes, patrocinadas por B. Houssein Obama y su escudera Hillary Clinton, que solo sirvieron para sembrar miseria y facilitar el poder a los barbudos en nombre de la democracia y la libertad... La segunda temporada de la serie Del sha al ayatolá en formato HD, para que nos entendamos. El episodio final era en Siria, que contando con un conocido apoyo militar de Rusia no podía acabar sino en guerra civil, que se prolongó con dureza hasta que el premio Nobel de la paz abandonó la casa blanca, ¿casualidad?
A excepción del bastión polaco al norte, la UE católica es esencialmente la Europa PIIGS (con el permiso de Grecia), sin que por eso sus directores espirituales (o quién sabe qué injerencias externas) la dejen de hacer sentirse culpable por lastrar la economía comunitaria, y de paso, señalar como causa ese su sustrato cultural y moral inferior... Porque lo cierto es que la culpa es un recurso recurrente como arma psicológica dentro de la propaganda política populista, más en la extrema izquierda, a orillas del Mediterráneo. La fórmula es muy ssencilla: su mensaje elimina la responsabilidad colectiva de los males del país. Al contrario, absuelve a quien quiera escucharlos de toda culpa, por evidente que sea, que genere un cierto remordimiento, y se lo traslada a tal o cual gobierno, a los bancos, a "los ricos", a "la casta" o cualquier otra entidad creíble como chivo expiatorio. Y semejante alivio funciona de maravilla entre los que, sin saberlo o quererlo, están influenciados por el esquema moral del obispo de Roma.
La culpa es algo que, hoy día, todos quieren destruir. Unos para infantilizar a la sociedad, otros como excusa para la molicie, y muchos malos terapeutas como antídoto universal y fación contra el desasosiego... Pero lo cierto es que resulta ser la abstracción de sumar el miedo al dolor, ambos mecanismos fundamentales y primitivos de supervivencia, con el añadido de servir como brújula moral para movernos por un mundo heterogéneo de manera ordenada. ¿Será que nos la quieren quitar para poder construir una sociedad sin diversidad ni sentido crítico?