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Orgullo


Hay mucha gente crítica con el formato que suelen tener las fiestas del orgullo gay (ahora puede que sean del orgullo LGBTIQCA, pero por simplicidad y razones históricas me referiré a ellas así), incluso muchos homosexuales o individuos de identidades diversas, por considerarlo una especie de exhibición estridente innecesaria con la que no se identifican. Yo, sin embargo, defiendo que es la forma adecuada de hacerlo, entendiendo que lo que pueda resultar socialmente más exótico o chocante es precisamente necesita una visibilidad mayor y más especial en un festejo reivindicativo: prejuicios aparte, no olvidemos que la gran mayoría de los individuos que componen estos colectivos no se diferencian del común del populacho en sus usos comunes más que en lo afectivo y sexual. Ni todos viven en Chueca, ni son ricos, ni amanerados o machunas en tendencia, ni necesariamente van con atuendos andróginos o se travisten en sus ratos libres, ni pertenecen a ninguna taxonomía tipo musculoca, osito camionera. Son precisamente los que ocho horas al día se tienen que disfrazar con un atuendo socialmente neutro los que más difícil lo tienen para ser asimilados dentro del paisaje humano. Los demás tendrán, seguro, menos o quizás diferentes reivindicaciones.
Vaya por delante también que la subcultura gay me parece de las más interesantes que existen en la actualidad, porque constituye la última línea defensiva de la incorrección política: ¿Se imaginan los lectores a un monologuista hombre, blanco y heterosexual haciendo los chistes y sátiras usuales en las drag queen sin que le caigan media docena de denuncias? Yo tampoco, pero creo que el momento en el que las drag dejen de conservar este privilegio está más cerca de lo que parece y va más o menos entre el sexto y el séptimo sello del Apocalipsis. Acuérdense de lo que les digo.
Como colofón, hay que entender también la tendencia hacia el exhibicionismo que tenemos los envenenados con vocaciones artísticas, sobre todo los hombres. Todo ello, junto a los calores propios de estos días, no podría sino llevarnos a que un festejo de este tipo pueda convertir en una especie de carnaval veraniego (que los wiccanos no tardarán en buscar una holologación pedorra a alguna fiesta local supuestamente primitiva) o más bien en un expontáneo cabaret... El cabaret, ese género imprescindible que incluso dentro del franquismo fue refugio de lo que por entonces se llamaban transformistas, capaz de custodiar casi en exclusiva la sátira altisonante durante décadas y hoy se ve amenazado, como podría serlo en otras épocas que damos por fenecidas, por su excesiva aficción al destape. Hace un par de años estuvo de moda, al punto de que cualquier espectáculo en el que hubiese hombres travestidos o mujeres con cancán llevaba esa etiqueta en su promoción, pero hoy es casi imposible encontrar verdaderos espectáculos de ese tipo en Madrid. Yo, personalmente, lo echo mucho de menos.
Podríamos decir, entonces, que el formato actual de celebración del orgullo gay es una especie de gran cabaret público y callejero... Con todo lo que ello implica. No por ser un amante y defensor de este tipo de espectáculo creo que pueda representarse a cualquier hora ni en cualquier sitio. Y al mismo tiempo, esta fiesta no sería lo mismo sin su cabaret. Todo podría arreglarse fácilmente con una cucharada de responsabilidad, ¿no?
En este sentido yo añoro las ediciones en las que la fiesta se celebraba, desfile aparte, sólo dentro del propio barrio de Chueca, esencial y salvaje, donde todos vivíamos y veíamos todo, en un vodevil sin público ni escenario, sin propios ni ajenos. Ahora, diluido por medio centro de Madrid, no se distingue de una gran verbena para atraer curiosos y turistas. Un negocio en el que el colectivo homenajeado es el producto.