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El Imperio (invisible) contraataca


Después de muchos años de pontificado y contaminación cultural, el imperio llegó a perder la noción de la realidad, atreviéndose a promover en los últimos tiempos tendencias sociales incompatibles con cualquier legalidad democrática o incluso con el sentido común. Ignorando la volatilidad y la fácil manipulación de las redes sociales, las consideró perfectamente representativas del sentir "del pueblo", sintiéndose confiado para seguir campando a sus anchas, cayendo en la trampa de ser víctima de su propio panfletismo. En España ni siquiera le arredaron sus desternillantes fracasos al castrar la línea editorial de El Mundo y antes del ABC, el periódico con más personalidad del país. Llegó incluso a conquistar EEUU, icono de la corrección política, sí, pero hasta entonces plaza impermeable a estos menesteres por su histórica tradición de sacralizar los derechos individuales, canonizando a su embajador allá con un Premio Nobel de la paz que nadie entiende. Hay quien cree que también consiguieron colocar con éxito a su candidato en la Santa Sede, dando por derrotada cualquier resistencia que pudiera parecer importante.
Pero lo cierto es que, como decía Ortega y Gasset, cualquier verdad ignorada prepara su venganza. En este caso, ni siquiera lo hacía en silencio: resultaba casi imposible impedir la disidencia periodística o cultural, sobre todo si es económicamente lucrativa. Y en ese territorio podía refugiarse la siempre menospreciada resistencia. Para entonces ya no había ni siquiera partidos políticos con recorrido histórico sin infectar:  la izquierda y la derecha se habían vaciado de ideología y principios, salvo en algún matiz económico, necesario para preservar el ciclo de despilfarro-ahorro que los hace turnarse en el poder. Pero el mandamiento principal seguía siendo, como en los últimos veinte años "amarás al sistema sobre todas las cosas".  Surgieron después personajes mucho más capaces de medir el pulso de la opinión pública, que resultaba no corresponderse tan mayoritariamente con la propaganda del imperio que lo inundaba todo. Los partidos tradicionales veían peligrar su statu quo, habiéndoseles sido prometido como eterno y libre de impuestos, y empezaron a clamar ayuda. El problema era que los adjetivos "extremo", "radical", "fascista" o "antidemócrata" ya se habían gastado de tanto usarlos en épocas no tan lejanas para hacer política de andar por casa o tratar de callar las opiniones disonantes... Y la disidencia ganó o irrumpió con fuerza en las urnas en muchas fortalezas estratégicas.
A diferencia del imperio, la resistencia no era un movimiento en sí, sino una manifestación heterogénea y contextual de cada territorio, unas veces surgida por oportunismo, otras con ayuda externa interesada o incluso desde dentro de algún partido político infectado. Pero el sistema empezó a tener razones para sentir miedo, sobre todo por la oficialización pública y legitimada de mensajes alternativos, algo que no supo prever poco tiempo antes. Había, pues, un doble problema: se había perdido parte importante del poder ejecutivo y era imperativo seguir cumpliendo aquel principio de subterfugio que dice "el gran triunfo del Mal consiste en hacernos creer que no existe". De esto último se había ocupado de manera efectiva el relativismo moral de las tesis postmodernas, pero tenía que descartarse (al menos temporalmente) cualquier método políticamente expeditivo.
¿Qué podían hacer? Los medios más oficialistas empezaron a presentarse explícitamente al público como orgullosos soportes de propaganda ideológica sin compromiso especial con alguna labor informativa. Y los brigadieres en la sombra empezaron a delegar sus acciones en recursos inéditos hasta entonces, que eran las grandes marcas y su publicidad. De la noche a la mañana, muchas firmas dejaron de segmentar su público objetivo por perfiles sociológicos para hacerlo por cuestiones más transversales y muy cercanas a la política, como por ejemplo retrasar el reloj 150 años para proponer modelos de cómo tiene que ser un hombre o una mujer (según los criterios del imperio, claro). Evidentemente, este río revuelto se convirtió en un festín para los pocos anunciantes que decidieron ir por libre, que conseguían viralizar mensajes sirviéndose de pequeñas provocaciones (véase el caso de Chicfy) o dos gramos de sentido común (como las editoriales de Íker Jiménez).
Pero todo esto no era suficiente. A veces incluso prejudicial para las marcas, provocando algunas deserciones. Llegamos con eso al momento actual, en el que ya hay empresas que hacen sin tapujos el trabajo sucio del imperio, combatiendo a base de chantaje las decisiones políticas que los ciudadanos eligieron en las urnas... Eso sí, como todos los agresores, buscando víctimas en lugar de adversarios, creyendo como algunos que la sociedad no les devolverá el golpe. ¿Cuántos más se unirán al brazo armado? ¿Quién ganará el pulso?