Desde la Transición hasta hace quizás algo menos de diez años, la corrupción política era algo normalizado y tácitamente aceptado que podía llevarse con bastante dignidad. Todo el mundo daba por hecho que, por lo menos a nivel local, todo funcionaba a base de mordidas y que el nepotismo y el tráfico de influencias eran el mecanismo natural para relacionarse con las administraciones públicas. Salvo casos muy escandalosos o periféricos a los grandes partidos como la famosa operación Malaya, casi nunca había consecuencias penales ni el electorado exigía dimisiones o hacía pagar las corruptelas o faraonismos de los políticos. Más aún, se comentaba con sonrisa socarrona todo el "dinero que habían hecho" en el cargo, como una especie de admiración o envidia sana.
Después del plan E, cuando los efectos de la crisis olían tanto que ya era inútil perfumarlos, ZP se vió perdido (recordemos el cartel electoral en el que Rubalcaba se inmolaba como candidato al ser retratado diciendo adiós más que saludando) y tomó una de las pocas decisiones buenas como presidente: azuzar el caso Gürtel. Si bien fue más por una instrumentación táctica que un verdadero interés por luchar contra la corrupción, nadie me quiere creer cuando digo que la irrupción de los chanchullos de Correa, Frabra y compañía fueron sin duda de lo mejor que le ha pasado a la política española en muchos años. Y es que, al igual que probablemente fraguaron en sus laboratorios el 15M para tratar de evitar que los votantes de izquierdas se quedasen en casa en las elecciones autonómicas y locales (y evitar la abstención que tanto podría machacarlos), el resultado de la jugada fue muy diferente al que el PSOE esperaban: la agitación de la calle se les descontroló formando su oposición en la izquierda, y el escándalo de la Gürtel se convirtió en una hilarante espiral de excrecencia con el PP para intentar ventilar basura del oponente que llega hasta nuestros días. Además, empezó a darse algo inédito en España: algunos políticos hasta dimitían y todo.
Por supuesto, era una época sensible y la mayoría de la gente se indignaba más por envidia y agravio comparativo con los ladrones que por cuestiones morales, porque no se ha dejado en ningún momento de tener que gravar salvajemente la energía y los combustibles para compensar cosillas como el hecho de que muchos autónomos y pequeñas empresas te llamen amablemente imbécil a la cara cuando le dices que quieres factura y pagar el IVA.
Las redes sociales dieron a todo esto una visibilidad inédita hasta entonces, que crecieron en uso en nuestro país justo en lo peor de la crisis. Y con ellas llegó el fenómeno de los linchamientos virtuales organizados, la propagación de bulos y propagandas. Y en general, el troleo o guerrilla de las muchas cuentas supuestamente anónimas que pululan por la red, unas de uso individual tratando de ganar unas migas de fama (y si es un escaño o una columna en un digital, mejor), sin duda con la falta de complejos de las consecuencias de la crisis; y los más a sueldo concreto o prometido de partidos políticos, grupos de presión o sucedáneos. Se trata, en gran medida, de palanganeros serviles encargados de intentar amedrentar a quien lance según qué opiniones o conteste a según qué personas o medios. Todo llega al momento y hay mucha gente dispuesta a creérselo sin contrastar demasiado, por decir algo.
En los últimos años, la espiral de basura, el "y tú más" y la vigilancia siniestra de dimes y diretes con afán manipulativo se han convertido en algo vertiginoso, haciendo temblar a casi cualquier personaje público (ya no digamos político) al punto de que ya ni siquiera está claro de dónde vendrá el siguiente disparo ni quién manda apretar el gatillo. Muchos se quejan de persecución, linchamiento, calumnia, acoso. Puede que con razón, incluso también en la existencia de manos negras, conspiraciones o vendettas (no olvidemos que la mayoría de los trapos sucios de la política salen de filtraciones interesadas entre facciones enemigas internas dentro de los partidos).
Lo que realmente me preocupa no son los Cifuentes ni Maximes Huerta, que al fin no hay hecho más que escarnio o altavoz de algo más o menos grave, pero cierto. Me preocupan mucho más aquellos que no tienen abogados mediáticos que los defiendan. Esos que siempre han sido juzgados y condenados en público incluso antes de ser acusados por la Justicia. Los ha habido siempre, sí, pero ahora estas jaurías pueden fulminar a cualquiera en cuestión de pocas horas. Con cargo o sin cargo se sigue viviendo (y además, en ocasiones, más que bien), ¿pero quién restaura la reputación de gente como Dolores Vázquez y David de Gea?