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120 años del sitio de Baler


Hoy hace 120 años, un grupo de soldados, dos tenientes y un médico militar, todos a las órdenes del capitán Enrique de las Morenas, se atrincheró en la iglesia de San Luis de Tolosa, en un aislado pueblo costero de difícil acceso tanto por tierra como por mar llamado Baler, en la costa oriental de la filipina isla de Luzón. Todo ello para resistir los ataques de los insurgentes tagalos, en un esfuerzo pírrico y desproporcionado (en escasez) por conservar las últimas migas de la decadente dominación geopolítica que tuvo España durante casi cuatro siglos. Allí aguantaron casi un año a calamidades incluso mayores que la munición del enemigo hasta su capitulación voluntaria y con honores, ya con Saturnino Martín Cerezo al mando.
Queda muy poco que no se haya dicho ya sobre "El sitio de Baler" o "Los últimos de Filipinas". La gesta interesa a algunos como símbolo de heroismo extremo, de una manera similar a Numancia, Covadonga o Las Termópilas, pero con el mérito añadido de su dilatada duración, su historicidad verificable y un final casi feliz. Creo que resume perfectamente lo que es nuestro país, extrañamente romántico, incapaz de gestionar correctamente sus ventajas y sus riquezas, pero con un capital humano del que el sobreesfuerzo, la improvisación,  la normalización de la escasez y el heroismo se dan por supuestos como mecanismos del funcionamiento cotidiano. Y todo con una honestidad incondicional y una inacapacidad de perder la alegría y la socarronería que desesperan a los extraños, como las coplas, canciones y risas que frecuentaban los soldados sitiados después de malcomer, a menudo lastrados por el beriberi, harapientos... Para desesperación y rabia de sus enemigos. 
También es muy española la reacción que tuvo en su momento el hecho, porque su gobierno poco más hizo que enviar oficiales para intentar que los sitiados se rindiesen. Nunca intentó seriamente auxiliarlos con potencia bélica, como sí hicieron los estadounidenses con el cañonero Yorktown, aunque sin éxito por el difícil acceso al pueblo desde la playa. Luego, ya en España, sí concedieron pensiones vitalicias a todos los supervivientes, con la explicación literal de "para que no se diga que España abandona a sus héroes".
Pero lo peor vendría muchos años después. Nuestro país tiene una enfermedad grave creo que inédita en otra parte del mundo, que hace a la prensa utilizar una anécdota para rebautizar muy recientemente a la selección de fútbol como "la roja" con la verdadera intención de ser un eufemismo cómodo para los no pocos a los que les molesta decir España. Pudiera parecer que el sentimiento nacional o incluso la nostalgia de la hegemonía en el mundo estaría más ligado a unos tipos de ideologías que a otros, pero sin alejarnos mucho, en nuestra vecina Francia, todavía hoy se reivindica desde las alas izquierdistas ni más ni menos que el imperialismo bonapartista como difusor de los discutibles y difusos valores de la Revolución Francesa. Por esa misma razón, no encontramos fácilmente ningún recuerdo de esta gesta ni de estos héroes. En Madrid hay un monumento escondido en el cementerio de La Almudena y una calle en Carabanchel dedicada al "General Martín Cerezo", que no sé si se bautizaría precisamente recordando 1898. Para colmo, la amplia avenida de las Islas Filipinas tiene un recuerdo para José Rizal (que es sin duda merecido), pero ni una reseña para los cincuenta de Baler. No es de extrañar entonces que la mayoría de los recuerdos que se tienen hoy en día, tanto divulgativos como de ficción, sean para tacharlos de fanáticos, de locos y a veces de asesinos, simplemente desde el desprecio a que no tenían otra meta con su resistencia que servir a su país.
Y que a nadie le quepa duda de que su persistencia no carecía de fundamento. Si no hacían caso de los emisarios filipinos, estadounidenses o españoles es porque trataron previamente de engañarlos varias veces y su reglamento militar les exigía contrastar la información de un modo que en ese momento no era posible cumplir. Y, como bien decía Martín Cerezo de camino a Manila, "si la guerra había acabado y no tenían nada contra nosotros, ¿por qué seguían atacándonos y manteniendo el sitio?".
Muchos no se preocuparon demasiado de recordarlos, y sin embargo, el comodoro de la armada estadounidense, que además había estado en la guerra de Filipinas, quedó tan impresionado con la crónica de Martín Cerezo traducida al inglés para la ocasión, que trasladó su deseo de que todos los oficiales que tenía al mando se la leyesen como ejemplo de sacrificio por la nación. Por eso algunos seguiremos reivindicando esto y resistiendo en nuestra iglesia de piedra ante las trincheras cercanas y el resto del mundo, simplemente porque es necesario.