Recuerdo una tarde de invierno hace años, escribiendo en una cafetería que solía frecuentar por entonces, cómo me sorprendió una conversación absurda en la mesa de al lado. Había dos cuarentones incómodos que pretendían resultar interesantes y juvenilmente viriles a una mujer, que sin duda les había hecho caer en la trampa de hacerlos coincidir para protegerse de una cita íntima. Ella venía, además, escoltada por un niño de unos ocho años. El caso es que no pude evitar escuchar a la deseada explicar cómo había celebrado con su hijo "el fin de año y el solsticio de invierno". Como el sitio me gustaba, tuve que aguantarme la risa.
Solsticio de invierno. Es el eufemismo más ridículo que he oído para evitar decir Navidad, a riesgo de que te confundan con alguien que tenga que ver remotamente con el cristianismo. Pensé luego que quizás aquella madre podría ser animista o una pobre diabla "espiritual, no religiosa" que practicase la wicca, pero ese año no tocaban ni el 21 ni el 22 de diciembre en fin de semana, con lo que esa cena de celebración tuvo lugar, sin duda, el día de Nochebuena. La culpa fue mía por buscar un mínimo intelectualismo o sofisticación donde no hay más que una mente enferma. Pero, al menos, podría decir que celebra "las saturnales". Sería algo mucho más lógico.
Todo esto vino a mi cabeza al leer que el sátrapa norcoreano había hecho sustituir la festividad de la Navidad por la del nacimiento de su abuela... Pero eso al menos parece tener un sentido por la coincidencia de fechas. Suena tópico, pero creo que el tema del agnosticismo, el ateísmo, o la profesión de otros cultos con respecto a estas fechas se gestiona de una manera bastante disparatada.
Lo primero que hay que pensar es que nadie está obligado a celebrar esta ni ninguna otra fiesta, como el Viernes Santo o la Inmaculada Concepción. De hecho, bien podrían sustituirse los festivos por días adicionales de vacaciones, así como intercambiar el domingo (el día del Señor, al cabo), por otro cualquiera a modo de descanso semanal. Pero ni siquiera los más enfermizos laicos anticlericales se atreven a proponer que semejante cosa se someta a referéndum, a sabiendas de perder cualquier prestigio que pidieran tener al fracasar con seguridad. Al fin y al cabo, al margen de que alguien sea creyente o no, la cultura y las tradiciones son útiles aunque sólo sea para hacer coincidir a las personas en días de descanso, como en este caso.
La verdadera razón por la que se utilizan los árboles, las cajas con lazos y los copos de nieve para ilustrar comercialmente la Navidad no es la internacionalización ni la influencia de la cultura anglosajona. En respuesta a eso, casi todo el mundo tiene en casa un árbol decorado, y eso no impide colocar también un belén. El belén es una tradición genuninamente latina, pero se ha borrado de la imaginería no por un menosprecio a la cultura local (algo bastante común en España, pero es un asunto que daría para varias entradas exclusivas), sino con la intención de fabricar una imagen neutra de estas fechas para no herir la sensibilidad de quien desprecia el catolicismo. Digo bien, porque a la inmensa mayoría de los no creyentes no les molesta en absoluto la simbología religiosa en su contexto. De este modo, no hemos normalizado la diversidad de culto o a la ausencia de él, sino que hemos elevado a la categoría de derecho el desprecio a una religión. Incluso en los colegios se sustituyen los villancicos tradicionales por el que suena menos cristiano de todos: "el burrito sabanero".
Por suerte, la realidad es tozuda y de momento, consigue resistir. Por eso el Ayuntamiento de Madrid no puede evitar que la Puerta de Alcalá termine inundada por belenes de ciudadanos anónimos. Y en la mayoría de países islámicos se condena (como poco) a la cárcel a quien adorne públicamente con algún símbolo que recuerde lejanamente a la Navidad. Porque ellos parecen entender mejor que nosotros que mañana no se celebra otra cosa que el nacimiento de Jesús de Nazaret.